Discursos

CÉSAR GAVIRIA TRUJILLO, SECRETARIO GENERAL DE LA ORGANIZACION DE LOS ESTADOS AMERICANOS
EN EL LANZAMIENTO DEL LIBRO "INSTRUMENTOS E INSTITUCIONES CAFETERAS EN COLOMBIA" (1927-1997)

6 de octubre de 1997 - Santafé de Bogotá


Cuando Jorge Cárdenas, en nombre de la Federación Nacional de Cafeteros y del gremio, me formuló esta invitación a comentar el tercer libro, fruto de esa amplia tarea investigativa de dos décadas de Roberto Junguito y Diego Pizano, "Instituciones e Instrumentos de la Política Cafetera en Colombia (1927-1997)", me asaltaron muchas dudas sobre si debía romper el relativo silencio que he mantenido en relación con el desarrollo de la vida pública de Colombia desde que terminó mi mandato presidencial. Digo relativo, porque unas pocas veces he intervenido para emitir opiniones que he considerado esenciales para la defensa y el fortalecimiento de la democracia colombiana, en el período de la denominada crisis política.

También lo he hecho para hacer claridad sobre los alcances de nuestras políticas o de la gestión de los asuntos públicos en el cuatrienio 90-94, lo cual debe entenderse más como la obligación de responder a ocasionales cuestionamientos, lo que los anglosajones llaman tan sucintamente "accountability", que a intención alguna de intervenir en asuntos de política interna.

Pero estoy con ustedes hoy, ya que la invitación que se me ha hecho parecía obligante para quien, como yo, ha vivido una rica experiencia como caficultor, dirigente regional, Ministro de Hacienda y Presidente de la República.

Esta es una gran oportunidad para hacer un repaso a unas cuantas décadas de una de las más excepcionales experiencias americanas: la actividad de la Federación Nacional de Cafeteros de Colombia, así como del que constituye también el más apasionante capítulo de nuestra historia económica.

Llevo a cabo este ejercicio en momentos en que la nación se debate a diario en la disyuntiva entre avanzar y profundizar la necesaria modernización política o retroceder de manera nostálgica hacia el pasado, disyuntiva que suele sumirnos en la incertidumbre y el pesimismo, los cuales, a su vez, llevan a muchos a declararse con frecuencia desbordados por la multitud de problemas y desafíos que enfrenta Colombia.

Me propongo, entonces, hablar no sólo de cómo las instituciones cafeteras pueden continuar su inagotable marcha de servicio al país sino, además, comentar las características del modelo de desarrollo que puede asegurar una creciente inserción de Colombia en la economía internacional, para que pueda competir de manera exitosa en un escenario de creciente globalización y de intensa competencia, no sólo en el mercado de productos sino, también, en el mercado de capitales y de inversión.

Creo que los temas que he enunciado son pertinentes en este foro porque nadie ha contribuido tanto al crecimiento y diversificación de la economía como los cafeteros, y nadie como ellos sabe mejor cuán importante es que la economía de Colombia y sus instituciones democráticas funcionen bien para su propio desarrollo y prosperidad.

El libro sin duda alguna logra documentar de una manera contundente lo que muchos dedicados a la actividad pública hemos intuido y a veces pregonado sobre el aporte del gremio cafetero en cada coyuntura cambiaria y fiscal, sobre el papel que las instituciones cafeteras han jugado en nuestro desarrollo económico y en el proceso de industrialización del país, y sobre la muy eficaz intervención paraestatal del café a lo largo de todo su ciclo de producción y comercialización internacional. En el rigor académico de Roberto Junguito y Diego Pizano estos hechos encuentran, sin embargo, una expresión clara, exhaustiva y un punto de referencia obligado para todos aquellos que deseen referirse a estos temas en el mañana.

En general, el libro de Junguito y Pizano es una trabajo descriptivo de la evolución cafetera de Colombia, desde los orígenes de la Federación, su naturaleza jurídica, la estructura de las Instituciones Cafeteras, y sirve al propósito de entender la compleja arquitectura cafetera, lo cual sería tarea inalcanzable sin repasar la historia con el detalle y la minuciosidad con que ellos lo hacen.

Tengo la seguridad de que tendrá una enorme utilidad para aquellos que realizan tareas de fiscalización y para quienes pretendan ejercer una función crítica de las decisiones económicas de los distintos gobiernos o de las que han tomado el gremio y la Federación. Sin duda el libro ayuda a aclarar dudas y equívocos, y le da un excelente contexto a quien quiera entender los antecedentes, o simplemente la lógica o racionalidad de las políticas y decisiones cafeteras.

La Federación de Cafeteros y el Fondo Nacional del Café constituyen un caso sin parangón, excepcional y único, de concertación y de ejecución de políticas públicas por parte de un ente privado, cuya continuidad y eficacia para el logro de los objetivos propuestos casi que podríamos decir es irrepetible. En un continente donde la retórica política y la teoría económica casi siempre muestran o aducen que la defensa de los intereses de un sector se opone al interés general, el Comité Nacional de Cafeteros y el esquema Congreso Cafetero-Gobierno son la afirmación permanente de lo contrario, de la búsqueda sistemática, continua y repetida de su compatibilidad.

Tal objetivo se consigue, entre otros instrumentos, por medio del contrato de administración del Fondo Nacional del Café. Por tal medio se logra que una entidad privada cooperativa cumpla funciones públicas delegadas y reguladas en él. Y también por un sistema de decisiones mediante el cual el sector cafetero se ha sometido a la aprobación final del Presidente de la República, sin que ello haya conducido a confrontaciones, sino a una política de acuerdos entre los Congresos Cafeteros y los gobiernos a lo largo de cinco décadas.

El libro también nos enseña de otra actividad en la cual la experiencia de la Federación no tiene comparación posible en nuestro hemisferio. Las tareas paraestatales que realiza la Federación por medio de los Comités Departamentales constituyen un ejemplo de sustitución de la labor del Estado, en unos casos y complementario en otros, en la atención de sus funciones en materia de vías, educación, salud, recreación y organización comunitaria.

Estas tareas han convertido a las zonas cafeteras en un modelo de acción eficaz y eficiente, de igualdad social, de participación ciudadana, y de una gran prosperidad y calidad de vida rural. Son las responsables de que Colombia hubiera alcanzado a finales de los setenta, entre los países en desarrollo, una de las menores brechas de ingresos y productividad entre la agricultura y el resto de la economía, y una sensible mejoría en la distribución del ingreso.

Para estimar en una de sus facetas la contribución de los cafeteros al fisco, son particularmente iluminantes los capítulos sobre aspectos tributarios que muestran cómo desde los años 50s el Estado se apropió de una parte importante del ingreso cafetero para sus propios fines, el cual llegó a alcanzar niveles considerables, particularmente en los setenta y en el período 84-87. Fue sólo con la tramitación de la ley 9 de 1991 y la Reforma Tributaria del 92 como tal tributación desaparece y el sector cafetero consigue que se le coloque en condiciones de igualdad en relación con los otros sectores productivos de la economía colombiana. La parafiscalidad adoptada en la Constitución de 1991 y sus directrices consignadas en la ley Agraria del 93, cerraron definitivamente la puerta a la posibilidad de que tal política discriminatoria se repita en el futuro.

Los capítulos sobre el Fondo Nacional del Café nos muestran cómo ha sido de imaginativa la tributación, cómo se ha dado la evolución de las instituciones, cómo los cambios en el contrato de administración, cómo las modalidades de estabilización y de protección del ingreso cafetero, cómo se ha financiado en las distintas coyunturas, cómo se ha avanzado en el control fiscal y cómo ha evolucionado su patrimonio. Es particularmente interesante ver la manera como se ha logrado, sin romper la estabilidad económica del país, enfrentar con éxito tanto las llamadas bonanzas como las épocas de vacas flacas.

Se recapitula también la forma como el reintegro ha sido utilizado como elemento del control de cambios, como herramienta fiscal, para ejercer el control sobre los exportadores privados y para enviarle señales al mercado en las distintas coyunturas de precios. También se repasa la figura de la retención, la cuchilla, el llamado Transopin, o subsidio al precio interno, y la manera como se usa para trasladar excedentes cafeteros al Fondo, para fijar las reglas al sector exportador y para asegurar la presencia de este en las épocas de crisis.

En lo que hace relación al capítulo acerca del papel del precio interno en la política cafetera, vale la pena llamar la atención en el sentido de que es en el interés de los caficultores, pero también en beneficio de toda la política cafetera, preservar esa condición de ser Colombia el único país que le garantiza a los productores un volumen de café de alta calidad y uniformidad a lo largo del año. Y esta circunstancia es particularmente importante hoy cuando, gracias en gran parte a los esfuerzos de mercadeo de la Federación en el exterior, se ha dado una tan especial valoración de los cafés suaves, y cuando se ha acentuado, sobre todo en Estados Unidos, el gusto por los cafés de alta calidad.

Pero a estas alturas de nuestro examen de la realidad de la economía cafetera se hace necesario señalar cuáles son las decisiones de política a adoptar para preservar una política de defensa de los intereses de los productores de café, que nos permitan salir de lo que el libro identifica como la declinación de la caficultura colombiana, reflejada en el 40 % de caída del precio interno, por lo menos hasta fines del 96. En estos aspectos el libro es mucho más analítico y avanza en recomendaciones de política que a mi juicio son afortunadas y merecen la mayor atención, tanto del gremio como de las autoridades económicas.

En particular, quisiera llamar la atención sobre lo que se denomina la reconversión de la caficultura colombiana, y qué implicaría trabajar con el sistema de precios y no con mecanismos de planificación central, para lograr significativas mejoras en la productividad por hectárea y estimular la renovación de los cultivos tecnificados más envejecidos.

Una política así requeriría, como complemento, seguir apoyando la investigación científica y la extensión, la promoción de nuevas variedades resistentes a las plagas como la broca, invertir más en capital humano y evitar el deterioro ambiental que han significado algunos de los nuevos desarrollos de agricultura tecnificada. Dicho sea de paso, el libro identifica la declinación como asociada al incremento de los salarios reales, a la revaluación, y a la disminución de la productividad por hectárea.

Para efecto de darle un contexto a nuestro análisis hay que comprender que el entorno económico del país ha cambiado mucho en esta década. El país ha fortalecido de manera importante su situación cambiaria y es hoy mucho menos vulnerable a los altibajos en el mercado internacional del café. Este ha perdido participación en el producto interno, pero es la fuente más importante de empleo rural y tiene una gran preeminencia en la actividad agrícola y en las tendencias de distribución del ingreso.

A esta situación cambiaria hemos llegado gracias a las nuevas inversiones en minería, a los descubrimientos petroleros, a la modernización de las instituciones económicas y en particular a la apertura del régimen de comercio exterior. Para abonar este aserto bien vale la pena citar a Junguito y Pizano cuando dicen que "la liberalización del comercio fue bastante profunda, rápida y de naturaleza permanente y no simplemente una respuesta temporal a una bonanza cafetera inesperada como habían sido los ensayos de apertura del pasado. Lo interesante es observar como tales determinaciones se tomaron en medio de una depresión del mercado del café lo que en el pasado habría conducido a una crisis en la balanza de pagos. En esta ocasión incluso se apreció la tasa de cambio real".

Yo agregaría que fue por la apertura que no se dio una mayor apreciación de la moneda colombiana, lo que hubiera puesto en peligro cientos de miles de empleos y hubiera amenazado a muchos otros sectores de la actividad productiva. En modo alguno ella puede ser la causante de la revaluación. Quienes así lo afirman quieren tergiversar la realidad o muestran el más absoluto desconocimiento de las ciencias económicas.

El precio del café, aunque importante, no es ya una variable tan crítica de la estabilidad interna y cada vez tiene un mayor derecho a ser definido en función de los intereses fundamentalmente cafeteros y, como lo señalan Junguito y Pizano, al gobierno le resultará cada vez menos trascendente su intervención directa en los asuntos cafeteros. Esto nos debería permitir avanzar hacia criterios según los cuales dentro de un marco de responsabilidad el precio interno debe ser definido más por el gremio y menos por el gobierno, aunque por el carácter del Fondo, el gobierno siempre tendrá una opinión sobre este particular.

Es evidente que para avizorar un poco el futuro y examinar distintas alternativas de política, es necesario construir algunas hipótesis sobre lo que será la situación cambiaria del país. Habría que comenzar por señalar que a mi juicio y como consecuencia de la apreciación del peso colombiano, que ya lleva cerca de seis años, se ha perdido la ventaja comparativa en la producción de café que gozaba la economía colombiana, y que puede verificarse en el crecimiento de la producción nacional a fines de los 80.

Estos fenómenos de apreciación de las monedas, como lo sostienen Junguito y Pizano, constituyen una tendencia que se extiende a casi todas las economías medianas y grandes de América Latina, incluida desde luego Brasil, y tiene que ver con el fin de la crisis de la deuda, con el regreso de los capitales que se fugaron a comienzo de los años 80s, y con el buen posicionamiento que tienen hoy estos países como mercados emergentes receptores de volúmenes crecientes de inversión extranjera, y también de capitales más volátiles que llegan en busca de rentabilidad.

Una situación como esta nos obliga a trabajar en varios frentes concordantes con las nuevas circunstancias: una mayor libertad de los mercados y ciclos más acentuados de precios, tanto al alza como a la baja por la desaparición de los acuerdos cafeteros. Podríamos decir que es necesario continuar con la política de mejorar la composición de los recursos del Fondo Nacional del Café, como lo señala el libro, y aumentar su liquidez con más inversiones financieras y menos permanentes.

Esto en la práctica significaría que el principal papel del Fondo debería ser el de hacer de Fondo de Estabilización. Para consolidar este, conviene explorar una utilización más intensiva y más profesional de los instrumentos de cobertura contra las fluctuaciones de precios que ofrecen los mercados de futuros, como lo sugirió en su momento la Comisión Mixta del Café que presidió Francisco Ortega.

Mientras estas circunstancias de competitividad no se remonten, y en preparación para el próximo ciclo de precios bajos, habrá que pensar en continuar maximizando la política de precios al productor, como se ha hecho en el reciente periodo de alza de precios internacionales. No parece razonable regresar a sistemas de subsidios a la producción, a los insumos o al crédito. En cambio, parece razonable hacer un mayor énfasis de nuevo en las políticas que permitan incrementar la productividad y resolver, a través de investigación y extensión, los graves problemas de plagas que afronta la caficultura colombiana.

Sería adecuado también hacer énfasis en que si la situación cambiaria no se corrige, es necesario buscar que el Estado empiece a asumir algunas de las tareas que hasta ahora e históricamente ha realizado el gremio en las zonas cafeteras, tales como servicios de salud, educación e infraestructura. Cabe advertir, como lo señala el libro, que con la creación de un Banco de la República con una mayor autonomía y con la inflación como su principal objetivo, el sector cafetero encontraría más difícil obtener su apoyo en épocas de crisis, en términos de recibir tasas de interés subsidiadas o preferenciales y apoyo monetario mediante la emisión, o a través de movimientos de la tasa de cambio en función de sus intereses.

De manera equivalente, nadie esperaría que el Banco regresara al sistema de tasas de cambio múltiples que resultaron tan onerosas para el sector cafetero. La variable que sí maneja el gobierno es el gasto público, lo que le impone particulares obligaciones para el logro de la estabilidad cambiaria y fiscal, y para evitar que el déficit fiscal y su financiación externa o interna continúen siendo un factor importante en la revaluación del peso.

En lo que hace relación a la comercialización externa, y como lo propuso la Comisión Mixta para el Estudio del Café, es necesario moverse en armonía con los cambios en el consumo internacional del grano. Se requiere una mayor flexibilidad en la estructura reglamentaria para que se puedan atender los segmentos más dinámicos del mercado, se reduzcan los costos de comercialización y se favorezcan la producción y el mercadeo de cafés de mejor calidad. También es conveniente que se analice en el nuevo entorno la posibilidad de que los exportadores privados y las propias cooperativas de productores participen de una manera más amplia en la comercialización externa en condiciones de igualdad, como también lo propuso la Comisión Mixta, preservando siempre la Federación su función de agente exportador en representación del Fondo, y aquellas que posee en materia de registros y normas sobre calidad de café.

El libro también construye una buena argumentación histórica para demostrar la conveniencia de que los cafeteros se hayan organizado en torno de la Federación y de tal manera hayan podido ejercer el relativo poder oligopólico que han tenido desde hace varias décadas, y que les ha permitido participar en los distintos acuerdos cafeteros y les permitirá ahora hacerle frente a la creciente concentración que se viene dando en la industria de torrefacción.

Nos corresponde ahora mirar la evolución de la economía colombiana en sus aspectos cambiarios, de distribución del ingreso, de empleo, de reforma de sus instituciones, no solo para ver el contexto en que se desenvuelve la actividad cafetera sino porque la suerte del país y la preocupación por la preservación de un entorno sano en lo económico han constituido una larga tradición del gremio cafetero.

En Colombia estos objetivos son excepcionalmente importantes, ya que el país debe hacerle frente a circunstancias internacionales muy complejas, por no decir que adversas, por la que se ha llamado hipernarcotización de nuestras relaciones, por nuestras responsabilidades en la lucha contra las drogas, así como por las particulares circunstancias de violencia doméstica y el complejo panorama en materia de protección de los derechos humanos que ella nos ha traído, todo lo cual determina una mayor responsabilidad con una política económica seria y exitosa. Ella ha actuado siempre como antídoto contra nuestros males de naturaleza política algunas veces, y de criminalidad otras, y creo que como nunca estamos necesitando, hoy, que juegue de nuevo ese papel.

Tendría que reconocer que es bien difícil hacer una discusión serena y tranquila de estos temas en un escenario con las circunstancias internacionales a que me he referido, a las que se suman los temores que nos ha traído la globalización. Quiero decir los temores de que ella pueda poner en peligro la estabilidad laboral, la seguridad económica, la producción de ciertos sectores, o aumentar la volatilidad del capital. Estas preocupaciones son reforzadas ahora por un cierto deterioro de la economía interna y han llevado a un buen número de colombianos a dudar de la conveniencia de todas las acciones que diversos gobiernos, incluido el mío, y algunos entes sociales públicos y privados, emprendieron con el fin de transformar nuestras instituciones políticas y modernizar nuestras instituciones económicas. Tal esfuerzo lo realizamos con miras a prepararnos para competir en la economía global que nos ofrece oportunidades comerciales, de inversión, de desarrollo tecnológico, de intercambio cultural y acceso a la información y el conocimiento pero, como es claro, también trae riesgos y una cruda competencia.

Pero al regresar a las consideraciones internas ha estado en boga recientemente, aun entre voceros respetables y tradicionalmente objetivos, en medio del clima generalizado de pesimismo que estamos viviendo, dudar si las moderadas reformas que se llevaron a cabo en el cuatrienio 1990-1994 constituyeron un simple afán extranjerizante y precipitado ajeno a nuestras tradiciones, como lo afirmara un calificado hombre público en la celebración de los 70 años de la Federación, o eran parte de la necesaria modernización que debía acometerse en las instituciones del país.

Me refiero a la apertura económica, esto es, a la rebaja tarifaria y la eliminación de los controles administrativos de nuestro comercio exterior, a la eliminación de legislación hostil a la inversión extranjera, a la eliminación de buena parte de los controles cambiarios, a la liberalización financiera, al logro de ciertos niveles de desregulación, al fortalecimiento de la administración y de los ingresos fiscales, a la mayor competencia en el sector financiero, a la mayor flexibilidad laboral, a la mayor competencia en servicios públicos como telecomunicaciones y electricidad dispuesta por la Constitución, a los estímulos a la inversión privada, a la privatización de algunos activos públicos, a las reformas al sistema de pensiones para asegurar un sistema que atienda esta función social e incremente el ahorro nacional, a la creación de nuevos sistemas de descentralización de recursos y de cumplimiento de las funciones públicas de salud y educación por las regiones y, por último, a la creación de un sistema de salud que aumenta de manera sensible la cobertura e incorpora una presencia privada en el cumplimiento de esta función social.

En esa misma ocasión, el calificado hombre público afirmó que estas acciones son las responsables de un supuesto deterioro de la distribución del ingreso o de un incremento de nuestra ancestral pobreza. Como quiera que hasta algunas cifras y tratadistas se han citado de manera parcial para avalar tales asertos, yo quisiera traerlos de nuevo a su memoria. Uno de ellos, el exministro Juan Luis Londoño, ha llegado a una conclusión bien diferente a la del distinguido crítico de mi administración. El señala que en el pasado cuatrienio se produjo la mayor disminución de la pobreza, medida en términos de necesidades básicas insatisfechas, y que también se mejoró la distribución del ingreso, aunque hay quienes en el medio académico ponen en duda este último aspecto.

Verbigracia, hay quien aduce que entre los salarios urbanos pudo haber un deterioro en la distribución. De haberse presentado este fenómeno es probable que solo sea uno de carácter temporal porque la apertura generó una mayor demanda de empleo calificado y, como la oferta no pudo reaccionar de manera suficiente, se presentó una escasez relativa de gerentes y técnicos de buen nivel, según un estudio reciente de Cárdenas y Gutiérrez. Esto pudo significar que subieran los salarios de los niveles más altos del sector público y privado. Y esto se pudo dar, si es que en efecto se dio, por una falla de nuestro sistema educativo que afortunadamente contiene en su efecto demanda elementos de autocorrección.

De todas maneras hay que señalar que no es lo mismo la distribución del ingreso laboral urbano que la distribución del ingreso de la nación. La distribución del ingreso ha mejorado porque, aun con la ocurrencia de estas tendencias, el trabajo ha ganado participación en el ingreso nacional y la distribución del ingreso rural también ha mejorado, tal como lo afirma un documento de José Leibovich.

En una serie de estudios coordinados por el BID se examinó una afirmación de parecido tenor que con frecuencia surge hoy entre comentaristas del continente, según la cual la apertura económica habría deteriorado la distribución del ingreso en el hemisferio. Después de analizar la situación de 18 países en un periodo de 25 años, que llega hasta 1995, se encontró que el deterioro distributivo, que no se dio por lo demás en Colombia, se produjo antes de los cambios en la legislación comercial. En segundo lugar, que los cambios en las políticas comerciales habían generado un aumento considerable en los ingresos del 60% más pobre de la población. Es más, la liberación comercial habría incrementado en más de 10 puntos porcentuales los ingresos reales del 20% más pobre de la población en esos países. La principal conclusión que podríamos derivar sobre la apertura de la economía colombiana es que ella se hizo no tanto de una manera rápida sino un poco tarde, y que los esfuerzos se abandonaron cuando apenas empezaba a dar sus frutos.

También sería conveniente mencionar que cuando economistas de otras latitudes se han aproximado a la realidad colombiana de la ultima década, como lo demuestran presentaciones particularmente ricas en la última Asamblea del BID, han encontrado que, contrariamente a lo que se ha afirmado, los cambios que se han hecho en Colombia en estos años son apenas moderados y realizados a un ritmo que ellos denominan intermedio, y son juzgados como incompletos. Han mostrado también que tales cambios, en Colombia, redujeron de manera importante el desempleo a cifras cercanas al 7% hacia 1994, continuaron las tendencias a mejorar la distribución, y elevaron por cerca de un cuatrienio nuestra tasa de crecimiento por sobre el 5%.

Lo que también han encontrado es que sólo aquellos países que han promovido estas reformas han logrado mejorar sus tasas de crecimiento y sólo los que han continuado realizándolas han podido mantener o acelerar su crecimiento económico. Que en general la mala distribución latinoamericana es consecuencia de las grandes rentas monopólicas que generaba el modelo de sustitución de importaciones. También se ha visto que la acumulación de capital físico y humano mejoran la distribución del ingreso, y que la brecha en educación o de acumulación de capital humano explica la mayor parte de la notable mala distribución del ingreso latinoamericana.

Igualmente, los mismos analistas han encontrado que los defensores a ultranza del viejo modelo suman a su pesimismo estructural alguna información sin sustento en la realidad. Por parte alguna aparece que le haga daño a la distribución del ingreso ni un crecimiento más acelerado de la economía, ni un mayor esfuerzo de acumulación de capital, ni la estabilización macroeconómica, ni las reformas estructurales. Ellos han sido las fuerzas que le han hecho contrapeso al agotamiento del modelo de la sustitución de importaciones, las devastadores consecuencias de la crisis de la deuda y los enormes flujos negativos de capital que ésta originó.

Es bueno también señalar que nuestro inteligente y recursivo titular de las Finanzas Públicas llega a conclusiones totalmente opuestas a estas, y para ello cita alguna bibliografía y responsabiliza a las reformas de todos los tropiezos que factores en mi opinión extraeconómicos, han generado en el comportamiento reciente de la actividad productiva en nuestro país.

Pero recapitulando, la conclusión a que se llega, después de revisar este acerbo de información académica, es bien simple: sólo recuperando el camino y acelerando el ritmo de las reformas económicas podrá Colombia aspirar a elevadas tasas de crecimiento y podremos, tal vez, y como tantas veces en el pasado, contrapesar los efectos negativos de nuestras relaciones externas y de los crecientes problemas de violencia y de criminalidad. El deterioro que estamos percibiendo no solo es el fruto de un adverso entorno internacional o de los efectos rezagados de la crisis interna, o de problemas económicos coyunturales o de dificultades de confianza originadas en las situaciones de violencia. Aunque a algunos les cueste trabajo aceptarlo, sólo retomando ese sendero reformista y buscando la voluntad política para acometerlas podrá el país recuperar su marcha hacia un modelo de alto crecimiento con equidad.

Así podremos además evitar, no solo los perversos efectos internos, sino el inminente riesgo de que países latinoamericanos de similar desarrollo nos desborden por completo y nos dejen totalmente rezagados en el escenario de la economía internacional. Está bien que se busquen algunas enseñanzas de políticas que fueron atinadas 20 años atrás, en particular la de que la bonanza era para los cafeteros, o la de apoyar el crecimiento del país en el poderoso esquema redistribuido que generan las instituciones cafeteras, pero de lo que podemos estar seguros es que ellas serán muy insuficientes frente a un entorno que sobre todo en lo económico luce mucho más complejo y competido, y que no encuentra en las propuestas nostálgicas y de inmovilismo una buena fuente de terapia para nuestros males.

Claro que este panorama lo tenemos que mirar en el contexto que nos trae la globalización y sus desafíos. Por unos pocos años vivimos una especie de euforia desbordante. Algunos creyeron que la globalización, la prosperidad y la reforma económica constituían tendencias inatajables, a las que nadie se opondría. Nos encontramos, sin embargo, con algunas desagradables sorpresas en el hemisferio, por claros errores de política económica, y tuvimos que reconocer que no había atajos ni caminos cortos, y que no hay milagros ni formulas simples y sencillas. Lo que existen son oportunidades, desafíos y buenas o malas políticas. De nuestro tino para escogerlas y enfrentarlos y del coraje que tengamos para persistir en ellas y defenderlas depende nuestro futuro.

Y de este nuevo clima nos ha quedado claro que no hay espacio en Colombia para una forma de determinismo según la cual la fe en la fortaleza de la iniciativa privada y del libre mercado es suficiente para alcanzar el crecimiento y el bienestar, y que hay mucho menos espacio para quienes tienen una visión minimalista del Estado en la cual los sectores desprotegidos son abandonados a la suerte caprichosa del mercado. Los que crean en eso estarían entregando la suerte de nuestra democracia a un mar de injusticias y una avalancha de inconformidad.

Y a pesar de que en algunos países hay cierto escepticismo, no nos podemos equivocar. Ninguna nación ha dado marcha atrás ni quiere ubicarse en su pasado. Las reformas económicas, el creciente papel del mercado, siguen siendo por doquier cambios apreciados que han ido perdiendo algo del atractivo político, de la novedad de esa fuerza aparentemente incontenible que tenían hace algunos años.

Ha sido en todas las latitudes necesario retomar con más fuerza el mensaje de las responsabilidades sociales del Estado. Más que dar marcha atrás, lo que los habitantes del hemisferio reclaman es que las reformas lleguen a aquellas áreas del Estado que tienen que ver con sus preocupaciones cotidianas. Es indudable que la sola reforma económica no resuelve los problemas de la pobreza y que la gente reclama más resultados en esa lucha, en mejorar la distribución del ingreso, en un mayor crecimiento de los salarios reales de los trabajadores, en menores cifras de desempleo, en una mejor calidad de sus empleos, en un sistema educativo acorde con los beneficios de la globalizacion y la revolución de las telecomunicaciones.

Pero quienes crean que esa creciente demanda ciudadana se puede atender simplemente echándole la culpa de todas nuestras limitaciones de país en desarrollo a las reformas económicas o políticas en las que hemos logrado avanzar, quizás encontrarán algún eco entre los perplejos por las consecuencias de la globalizacion o los nostálgicos de nuestro pasado económico, pero no en el grueso de nuestros ciudadanos que sabe bien que esas recetas sirven para la galería pero no ayudan a resolver nuestros problemas o a responder a las aspiraciones de nuestro pueblo.

Tengo claro que para colmar las aspiraciones de los colombianos la mejor respuesta será retomar el hilo de las reformas. Y adelantar el vastísimo conjunto de tareas que debemos ejecutar para que el país crezca de nuevo con vigor e irradie a todos los beneficios del progreso.

Hay un amplio campo para mejorar la capacidad reguladora del Estado y eliminar abusos y tendencias inconvenientes en desmedro de ciudadanos o consumidores; para reforzar el crecimiento de nuestro sector financiero; para continuar en el proceso de ampliar nuestros mercados por la vía de acuerdos comerciales; para continuar mejorando la capacidad de nuestra administración tributaria y empezar a corregir lo que se nos ha ido convirtiendo en tasas de tributación empresarial demasiado elevadas; y para continuar con el proceso de reformar nuestras instituciones de comercio exterior y eventualmente bajar un poco más los impuestos al comercio; para profundizar las reformas a la seguridad social; para fortalecer aun más nuestro sistema judicial, revisando los mecanismos de administración y en especial dignificando la actividad de nuestros jueces, mejorando su entorno y el apoyo logístico y administrativo para el cumplimiento de sus funciones; y avanzar hasta donde sea posible en concertación con los gremios de la producción y los trabajadores, como recientemente se hizo en España, con normas que flexibilicen aun más nuestra legislación laboral.

Hay que enfrentar la corrupción con un mejor equilibrio entre los poderes del Estado, con el fortalecimiento de la justicia, reforzando el papel de la prensa libre, promoviendo la transparencia en la contratación pública y la eliminación de trámites y permisos en las entidades oficiales que proveen o contratan servicios o bienes.

Pero desde luego esta es apenas una pequeña parte de nuestras tareas. Colombia tiene un largo camino por recorrer en mejorar su sistema tributario; eliminar los impuestos al empleo, ajenos a la formación de la pensión o a la prestación del servicio de salud. Lo tiene también en bajar la inflación a un dígito y eliminar la indexación de los precios, los salarios, las tarifas, los contratos, los impuestos, las obligaciones; en abrirle mucho más espacio a la iniciativa privada en la provisión de servicios de infraestructura, y en general en estimular su crecimiento y crear de nuevo las condiciones para un rápido crecimiento del empleo privado.

Hay que diseñar nuevos mecanismos para incrementar la tasa de ahorro. Es necesario buscar instrumentos que vinculen al sector privado a la solución de los problemas de los pobres en vivienda, educación, recreación y salud. Y hay que extender y fortalecer la presencia del Estado a todo lo ancho de nuestra geografía. No de otra manera podremos superar los desafíos de los violentos. Por sobre todo hay que ganar para el Estado el monopolio del uso de la fuerza y eliminar por todos los medios a nuestro alcance, incluidas algunas soluciones políticas, la justicia por propia mano, las actividades simplemente criminales, la política armada y con intimidación. Porque nuestro Estado es precario es que es posible decir que hay más gobierno que Estado y, también, que hay más democracia que Estado.

Con el notable ingreso de divisas que está asociado a las nuevas actividades petroleras y mineras, sumado a algún regreso de capitales, y a algunas inversiones originadas en la búsqueda de rentabilidad en los mercados emergentes en un período de una gran liquidez internacional, está bien no sólo que el gobierno y el Banco de la República tomen todas las medidas a su alcance para disminuir el déficit fiscal y para defender nuestras exportaciones de la permanente revaluación de la tasa de cambio, sino que tendrán que estar vigilantes para que nuestra economía se mantenga abierta.

Una política contraria de proteccionismo selectivo o a la carta, generaría inescapables presiones revaluacionistas. Las teorías de gradualismo, que tan útiles han resultado en términos políticos, no nos pueden alejar de la claridad que requerimos sobre el modelo económico que el país necesita para su desarrollo y cuya vigencia es hoy más imperativa que nunca para defender la viabilidad de los sectores productivos exportadores.

Y, sobre todo, en cómo hacer de la inversión en capital humano el pilar de nuestro crecimiento económico: lograr reducir los niveles de repetición de cursos; aumentar el numero de horas de clase; reentrenar y motivar a nuestros profesores; modernizar las técnicas de enseñanza e integrar a ellas la tecnología; darle autoridad a los directores de escuelas; hacer más responsables a los maestros; y, en general, mejorar la calidad y racionalizar el sistema de asignación de recursos. Estas son apenas algunas de las muchas tareas en la búsqueda de una sociedad más igualitaria, y en la preparación de la sociedad colombiana para enfrentar los retos de la internacionalización.

También es necesario que la discusión sobre la pertinencia del modelo económico no nos aparte de lo que constituye hoy una prelación de nuestra actividad pública. Me refiero a la modernización del Estado. Las discusiones sobre el tamaño del Estado son poco pertinentes en Colombia donde, a pesar de que se hace bastante ruido con el tal cuento del neoliberalismo, tenemos un relativo consenso sobre la necesidad de fortalecer el Estado. Si tenemos ocasionales diferencias ellas giran alrededor de hacia dónde dirigir los mayores ingresos fiscales que en la ultima década allegamos para aumentar en cerca de diez puntos la participación del Estado en el producto nacional.

Los interrogantes son si dirigirlos a fortalecer nuestras fuerzas armadas o nuestra policía, o a continuar la política de atender las demandas de nuestro sector judicial, o hacer de nuestra educación la primera prioridad, o corresponder a los requerimientos de nuestro sistema de salud. Aplicarlos a la tarea de redimensionar el Estado, o a lograr que ese mismo Estado avance en su precaria presencia en vastas zonas de nuestra geografía de las que se ha apoderado la violencia.

Pero esas discusiones a veces están de más porque los imperativos de cada coyuntura no nos dejan mucho margen de acción. A lo que sí tenemos que ponerle atención es a la reforma de las instituciones y políticas públicas para que los recursos que en ellas comprometemos produzcan los resultados de los que nuestra sociedad está urgida. Hay que remontar los obstáculos que se interponen para conseguir que el cierre o disminución de la planta de algunas entidades públicas nos permita trasladar recursos de una área pública a otra. Tiene que ser posible el diseño de políticas en las que los subsidios estatales lleguen a los ciudadanos más pobres y no se queden en la maraña burocrática de las entidades públicas que destinan los recursos a sectores económicamente privilegiados y políticamente poderosos.

Hemos tenido en el pasado, en términos generales, una política social ineficaz y la razón de la persistencia de la pobreza y de la mala distribución del ingreso tenemos que encontrarla en las falencias de políticas derivadas de un Estado hipertrofiado, lento, ineficiente y en las deficiencias de nuestro sistema educativo, y no en simplistas explicaciones retóricas sobre el egoísmo de nuestros empresarios. Estas pertenecen más al viejo lenguaje de la lucha de clases que a uno que aspira a aprovechar mejor las oportunidades del mercado.

Esta es una política difícil de desarrollar y a veces costosa, pero es la única que nos conducirá a un Estado capaz de atender, de manera simultánea, la extensión de la cobertura y la mejora de la calidad de los servicios que presta. Hay algunos que por razones ideológicas o para proteger intereses gremiales quisieran oponerse a estas acciones identificando como negativo para el país todo intento de modernización, reforma, ahorro, disciplina o austeridad: todo ello cae en el saco de lo que llaman apertura y la invitación que nos hacen es a que paralicemos toda iniciativa diferente a arbitrar abundantes recursos fiscales para atender todos y cada uno de nuestros problemas.

El país tiene que pasar el trago amargo de resolver su déficit fiscal, pero más allá de ello, tiene que retomar el hilo de las reformas al Estado y a la administración, atender sus responsabilidades sociales y enfrentar exitosamente los retos de su inserción en la economía mundial.

Los desarrollos de la ley 100 y de continuidad de la política de concesiones para obras de infraestructura por parte de la administración Samper, la extensión de la cobertura de la educación en Antioquia por la administración Uribe Vélez o la reciente capitalización de la Empresa de Energía por la administración distrital, son indicios estimulantes de que se puede avanzar exitosamente por este camino.

De igual manera, y más allá de la Reforma del Estado y de la administración, hay que profundizar en la Reforma Política, esto es en la profundización de la democracia desarrollando las instituciones de la Constitución del 91. Esa Constitución, como toda obra humana, es susceptible de perfeccionamiento y ella misma contiene normas que hacen más fácil su reforma. No creo yo que los males del país se puedan encontrar en sus normas de reciente concepción, a veces quizás más bien en su falta de desarrollo.

Hay quienes creen que regresar a un Estado autoritario, a un ejecutivo omnipotente, a un legislativo sin funciones, o echar atrás la descentralización, la tutela, las facultades de la fiscalía o la Corte Constitucional, el alcance de los derechos ciudadanos o la independencia del Banco de la República harían más fácil la tarea de nuestros gobernantes. Es probable que si, pero ello no resuelve los problemas de Colombia sino que los agrava.

¿Sería realmente bueno detener el actual proceso de una mayor descentralización en la prestación de los servicios públicos? ¿Sería en verdad indeseable realizar el nuevo incremento del gasto social en cabeza de las regiones o las municipalidades? ¿Estaríamos más tranquilos con un alto déficit fiscal y sin independencia del Banco de la República? ¿Ganarían mucho los ciudadanos con despojar a la Corte Constitucional de cierto control concentrado que tiene en materia de derechos? Ello, en mi opinión, sería el retorno a una forma de presidencialismo que nos devuelve a esa ilusión tan común en nuestro medio latinoamericano de cierto mesianismo casi místico y antidemocrático que sólo ubica responsabilidades en el presidente y que nos libera a todos los demás de culpas y obligaciones.

Esta actitud además refuerza esa tendencia acentuada por el pesimismo reinante que, de igual manera que los alzados en armas, pregona que todo lo hemos hecho mal, que los colombianos somos incapaces de transformar nuestras instituciones políticas y económicas, que somos prisioneros de nuestro pasado, que tal vez no vale la pena acometer reforma alguna, o que somos simplemente indiferentes a las debilidades o amenazas a nuestra democracia. No es en los campos de batalla, sino allí, en ese terreno, en el de la legitimidad y eficacia de las instituciones que nos hemos dado democráticamente, donde tenemos que ganar de manera inobjetable la disputa con los violentos, a pesar de tantos ilustres colombianos que nos quieren arrastrar a una forma de escepticismo sobre toda iniciativa de reforma.

Pero todas estas no son mas que disquisiciones sobre las responsabilidades y los desafíos que a todos nos esperan para hacer de Colombia un país seguro de sus potencialidades, convencido de su importancia en el contexto mundial y decidido a afrontar con coraje, tesón y patriotismo los males de nuestra democracia y los retos que tiene delante de si nuestra economía.

Los cafeteros tienen una larga historia de innovación empresarial, de democracia gremial, de organización comunitaria y descentralización, de equidad social, de compartir sus ingresos con el resto de la sociedad colombiana, de sacrificio, disciplina y austeridad. Frente a la adversidad han reaccionado siempre con una capacidad arrolladora de transformación. Este libro de Junguito y Pizano nos enseña como los cafeteros nunca volvieron atrás para dudar del camino emprendido.

Apreciados amigos:

En mi infancia me enseñaron: para atrás, ni para coger impulso. Con su decisiva participación debemos construir una agenda positiva para Colombia, una agenda de creación y de trabajo. De esa manera podremos encarar todos con esperanza y optimismo nuestro futuro.

Muchas gracias