Discursos

EMBAJADOR ESTEBAN TOMIC, REPRESENTANTE PERMANENTE DE CHILE ANTE LA OEA
LA SITUACION GENERAL DE CHILE

27 de abril de 2004 - Washington, DC



CHARLA DICTADA EN EL COLEGIO INTERAMERICANO DE DEFENSA




Esta es la cuarta vez que tengo el honor de ser invitado por el Colegio Interamericano de Defensa para dictar una charla sobre “La situación general de Chile”.

Cada una de las charlas anteriores fue, para mi, motivo de una intensa aventura espiritual. Junto con la tensión que se experimenta por el hecho de tener que comparecer ante un auditorio como éste, conformado por profesores y alumnos del Colegio Interamericano de Defensa, surge la gran interrogante: ¿Cuál es en realidad, hoy, la “situación general” de mi país?

Un poco menos ansioso que en años anteriores, pues ya me siento parte de esta casa, pero igualmente fascinado y desconcertado por la interrogante planteada, he escogido, para desarrollar el tema, el siguiente “leit motiv”: Chile como parte de su entorno.

He querido privilegiar ese ángulo de abordaje del tema planteado, al darme cuenta que desde mayo de 2001, fecha de mi primera charla, el mundo ha experimentado cambios de tal magnitud, que perfectamente puede decirse que hemos cambiado de época. Mirando atrás, aquel comienzo de siglo y de milenio se nos presenta como un tiempo apacible, lleno de promesas y de optimismo que se fue para no regresar (“el siglo XXI será el siglo de las Américas”, dijeron nuestros Jefes de Estado y de Gobierno en abril de 2000 en Québec).

Pero no sólo los tiempos son otros, también nosotros hemos cambiado, como individuos y como países. Aunque la mirada no retroceda más que mil días, que es un horizonte relativamente cercano, se nos aplica lo que Pablo Neruda escribiera a propósito del amor: “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”.

Me he propuesto, esta mañana, explorar los elementos más sobresalientes de ese cambio, sin olvidar, por supuesto, que Uds. han venido a escuchar una perspectiva chilena.

El Once de Septiembre de 2001.

Se ha vuelto casi un lugar común señalar que el cambio que el mundo ha experimentado se inició el día en que se desplomaron las Torres Gemelas en Nueva York, cuando dos aviones de línea tripulados por terroristas islámicos impactaron contra ellas. Pero a mi me interesa, en esta oportunidad, hablar del Once de Septiembre de 2001 como una fecha que hace de “parte aguas” en ese horizonte de tres años a que hacía alusión en el comienzo.

En efecto, el mismo día que el terrorismo hacía su estreno en Nueva York, Pennsylvania y Washington, amenazando con “secuestrar” la agenda mundial durante los decenios venideros, culminaba, en Lima, la capital del Perú, la primera y más esperanzadora fase de aquella otra agenda, la hemisférica, que habían concordado en abril de 2000 en Québec los Jefes de Estado y de Gobierno reunidos “como una gran familia”, según la expresión que usó el Primer Ministro Chrétien de Canadá.

Precisamente en esa Cumbre Hemisférica, la tercera que se realizaba desde que se inició el llamado Proceso de Cumbres en 1994, los países resolvieron que había llegado el momento de reforzar las democracias del continente, adoptando solemnemente el compromiso de no aceptar en el seno de la comunidad hemisférica gobiernos que no se hubiesen elegido a través del voto libre, secreto e informado de sus habitantes y que no respetasen, en su funcionamiento, las reglas fundamentales del juego democrático.

El impulso inmediato para la adopción de dicho compromiso venía de la situación del Perú, cuyo gobierno, de origen democrático, había devenido a lo largo de los años en una dictadura de facto, lo que llevó a la comunidad hemisférica a tomar cartas en el asunto.

Fue así como se inició, en el seno de la Organización de los Estados Americanos, la elaboración de una Carta Democrática Interamericana, cuyo propósito era, como lo señaló Cesar Gaviria, Secretario General de la Organización, en su introducción, “marcar el inicio de un nueva era del Sistema Interamericano”.

La Carta Democrática Interamericana, concebida como un instrumento de última generación que recoge y perfecciona los mecanismos concretos de respuesta ante la amenaza a la estabilidad de los gobiernos democráticos, se presentaba como el correlato perfecto de otro proceso, igualmente esperanzador, que también había tenido su origen en la Cumbres Hemisféricas y cuyo propósito era convertir a los 34 países de la región en un solo gran mercado a partir del 1 de enero de 2005. Me refiero a la llamada Área de Libre Comercio de las Américas, que los países venían negociando con igual intensidad, pero desde bastante antes. Todos pensábamos que se iniciaba un proceso preñado de futuras esperanzas.

El 11 de septiembre de 2001, pocos minutos después que las pantallas gigantes ubicadas al ingreso de la Asamblea General Extraordinaria habían mostrado las dantescas escenas de los edificios neoyorquinos en llamas, los Ministros de Relaciones Exteriores de los 34 países firmaron la Carta Democrática Interamericana.

No estábamos en condiciones de saber que, en realidad, ese once de septiembre se estaba acabando la agenda hemisférica que conocíamos y se iniciaba otra, de naturaleza planetaria, cuya dirección final y consecuencias aún no somos capaces de aquilatar en plenitud.

Con esto no quiero decir que la Carta Democrática Interamericana haya perdido valor o consistencia, o que el Área de Libre Comercio de las Américas haya dejado de ser un objetivo posible de perseguir. Lo que quiero afirmar es que, a partir de esa fecha, los hechos mundiales y, por ende, también los regionales, han comenzado a moverse en una dirección completamente inesperada, muchas veces opuesta a la que se había indicado en la Cumbre de Québec.

La visión del futuro que se había plasmado en Québec nacía de un optimismo propio de los años de la presidencia Clinton, que anunciaba para el nuevo siglo una época de mercado abierto, liberal, cuya característica principal sería el intercambio a nivel planetario de bienes y conocimientos, así como una creciente movilidad de las personas.

En esto consistía “el fin de la historia”, anunciado por Francis Fukuyama, que a países lejanos y pequeños como Chile y la mayor parte de las naciones en desarrollo les ofrecía una utopía susceptible de transformarse en realidad.

Si bien es cierto que en 1997 la crisis del sistema financiero en el sureste asiático nos advertía de riesgos nuevos y que, por otra parte, a las perspectivas optimistas de la creación de la OMC en 1995 seguirían las dudas de Seattle, no lo es menos que terminamos el siglo XX celebrando la recuperación de las libertades en Europa Central, Rusia y otras regiones. Pensábamos que de ahí en adelante lo que procedía era ocuparse de las economías y su crecimiento, que con las aperturas y políticas de mercado extenderían el bienestar por todo el planeta. Creíamos encontrarnos ad portas de lo profetizado por Fukuyama: un paraíso en el que la administración de los bienes y los servicios reemplazaría las discusiones políticas.

A pocos años de distancia podemos decir que la economía globalizada ha perdido su encanto. El deshielo de la Unión Soviética y sus satélites, que al facilitar la liberación de millones de seres humanos dió esperanza de democracia en muchas partes del tercer mundo, nos ha mostrado también la triste realidad de los “estados fallidos o sin forma”, gobernados por “señores de la guerra”, sin ley ni orden.

El siglo XXI se presenta ominoso y lleno de incertidumbre, y el 11 de septiembre de 2001, ese parte aguas de que hablábamos, como una suerte de punto de desvío de las sendas que en los años 90 parecían conducir a un mundo integrado en democracia, paz y desarrollo.

Los aficionados al fútbol suelen decir, cuando un jugador se prepara para marcar un gol y, por alguna razón, la pelota no le llega a sus pies, que ese jugador “se quedó con el molde hecho”. Pues bien, aquí en el hemisferio nos hemos quedado, desde el once de Septiembre, “con el molde hecho”: los Estados Unidos, el principal socio hemisférico, está con su mente y sus recursos humanos, económicos y militares puestos en países pertenecientes a regiones muy distantes y los planes que existían para hacer de éste “el siglo de las Américas”, guardados bajo llave en alguna gaveta.

Dos, al menos, son las manifestaciones concretas que se observan como consecuencia de lo expresado: una, es la parálisis del proceso de negociación del ALCA y, otra, es el deterioro de la democracia a nivel hemisférico.

En cuanto al ALCA, para nadie es un misterio que no será posible llegar a un acuerdo antes del 1 de enero de 2005, sea porque la distancia que separa a los dos grupos liderados por Brasil y los Estados Unidos es cada vez mayor, sea porque está claro que el Congreso norteamericano no aprobará en el futuro previsible nuevos tratados de libre comercio.

En cuanto al deterioro de la democracia, para enfrentarlo se requiere un esfuerzo sistemático y a gran escala de “nation building”, el que exigiría de la gran potencia poner su centro de gravedad en la región del mundo a la cual pertenece, lo cual, en las actuales circunstancias, parece altamente irreal.

Si a comienzos de siglo, en el año 2000, nos preparábamos para “ordenar la casa”, dotándonos de instituciones y de un mercado ampliado de 800 millones de personas, apenas 4 años más tarde nos vemos forzados a definir nuevos parámetros para una tarea común que, no por falta de agenda explícita, deja de ser apremiante y real.

Son numerosas las señales de que existen serias fallas estructurales en el edificio democrático. Es verdad que han dejado de producirse los golpes de Estado, que eran típicos de América Latina hasta hace 20 años, pero hoy tenemos los llamados “golpes de calle”, que derriban igualmente a presidentes democráticamente elegidos, producto de la insatisfacción de los ciudadanos con sus gobernantes y con el propio sistema democrático, que en buena parte de nuestros países ha sido incapaz, por razones derivadas de la conducción de la economía, la corrupción o el mal funcionamiento de las instituciones, de darle a la gente el mínimo nivel de bienestar que espera.

La última de estas señales de alarma la ha dado el recién publicado informe del PNUD titulado “La Democracia en América Latina”, que revela que más de la mitad de los habitantes de 18 países de la región estarían dispuestos a sacrificar la democracia en aras de un progreso real socio-económico.

Chile en este escenario.

En alguna ocasión anterior, hablando en este mismo lugar, me tocó decir que Chile ha sorteado con éxito, hasta el momento, los muy difíciles desafíos que la globalización les pone por delante a todos los países, sin distinción.

Esta situación no ha variado con relación a años anteriores. Antes bien, se ha consolidado.

El secreto para lograrlo consiste en que todas las partes y piezas que en su conjunto conforman lo que llamamos “país”, ensamblen e interactúen adecuadamente ante la presencia de los obstáculos que es preciso superar.

Podría citar varios ejemplos de cómo este proceso se ha seguido dando en Chile de manera cada vez más clara, haciendo que el país se desprenda de los lastres del pasado para abrirse camino con mayor holgura en los horizontes que este siglo le presenta.

Uno de estos ejemplos tiene que ver con la decisión del Ejército de Chile, dada a conocer por su Comandante en Jefe, el General Juan Emilio Cheyre, de que el once de Septiembre de 2003, en que se cumplían 30 años del golpe militar, no sería objeto de conmemoración por parte de su Institución, sino más bien motivo para comprometerse a un solemne “nunca más”.

Este paso institucional, altamente simbólico, tuvo como consecuencia concreta cerrar la dolorosa y larga etapa de la reconciliación civil-militar y, con ello, abrir una perspectiva enteramente nueva en la cooperación de ambos factores, que en Chile, por razones vinculadas a su historia, han sido decisivos en el proceso de configuración del ser nacional.

Sin una previa curación y sanación de la herida que se abrió en 1973, habría sido impensable que Chile participara en la reconstrucción de Haití con un contingente militar de 330 efectivos, los cuales han tomado entre sus manos la muy delicada responsabilidad de ayudar a ese país a encontrar la vía hacia la normalidad, siguiendo la doctrina de “cero bajas” enunciada por el general Cheyre en el momento de despedirlos. “Cero bajas chilenas, cero bajas haitianas”, fue la orden del Comandante en Jefe.

La presencia de los militares chilenos en Haití, que ha gozado del juicio favorable de los actores más diversos, representa también una nueva etapa en la política exterior de nuestro país, el cual ha reconocido que, en el mundo sin derrotero definido en el cual todos estamos inmersos, le corresponde asumir responsabilidades humanitarias más allá de sus fronteras.

Que Chile haya optado por entregarles esta tarea de tanta responsabilidad a sus militares y que quien ha tomado la decisión haya sido un Presidente de la República que es militante del mismo partido de Salvador Allende, es una prueba elocuente de que en el país se ha producido un cambio fundamental.

En realidad, estamos en presencia de un círculo virtuoso, en que el buen funcionamiento de un engranaje es a su vez causa y efecto del buen funcionamiento de los demás.

Esto se reflejó también el año pasado en el buen comportamiento de la economía, que se vio notablemente robustecida por la entrada en aplicación del Tratado de Libre Comercio con la Unión Europea y, el 1 de enero de 2004, del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos, hechos ambos que han incidido en un sostenido crecimiento de las exportaciones.

Incluso los chilenos que deberíamos conocer la materia, nos sorprendemos de la magnitud alcanzada por las cifras económicas, las cuales señalan, por ejemplo, según estadísticas de la Cámara de Comercio de Santiago, que Chile es hoy líder mundial en la exportación de 18 productos, entre los cuales se encuentran, además de los cátodos de cobre (37% del mercado mundial) y varios productos de la minería como el nitrato de sodio, el carbonato de litio y el yodo (mas del 50% del mercado mundial), otros tales como las uvas de mesa (30% del mercado mundial y retornos por 1 billón de dólares), las ciruelas y las paltas (25% del mercado mundial).

Más aún: en relación con 128 productos, Chile ocupa un lugar entre los primeros diez exportadores a nivel mundial, destacándose en particular los productos pertenecientes a la industria alimenticia (43 productos) y al sector silvo agropecuario (40 productos). La minería, la industria química y la actividad forestal participan con otros 20 productos en esta lista de honor a nivel mundial.

El otro lado de la medalla.

Todo lo señalado, unido a la creciente popularidad del Presidente Lagos, quien, según la última encuesta goza de la aceptación del 60% de la población, así como el evidente adelanto en la creación de nueva institucionalidad (Reforma Judicial), la notable reducción de la pobreza, el desarrollo de la infraestructura física del país y la relación equilibrada entre el gobierno y la oposición, podrían dar la impresión de que actualmente no hay nubes en el horizonte para los chilenos.

Nada sería más equivocado que albergar esa falsa sensación de seguridad, porque, a diferencia del pasado y como resultado de la globalización, Chile, que se veía a sí mismo como un país insular, ha dejado de serlo ya que su suerte está ahora estrechamente ligada a la del resto del mundo, en especial a la de aquellos países con quienes comparte historia, raza, lengua y ubicación geográfica.

Los logros a que antes hacía mención, y que con frecuencia llevan a que Chile sea destacado como una excepción en el hemisferio, encierran el peligro de que nuestro país pierda el contacto con la región y se aísle. Eso sería fatal.

En estos días las relaciones de Chile con Bolivia atraviesan por dificultades, porque al cumplirse 100 años del Tratado de Paz y Amistad con el que ambos países pusieron término a los diferendos surgidos de la Guerra del Pacífico (1879-1883), el tema de la mediterraneidad ha sido puesto nuevamente sobre el tapete por el país hermano.

La posición chilena, tal como lo expresó el Presidente Lagos en la reciente Cumbre Extraordinaria de Nuevo León, es que el respeto y la intangibilidad de los Tratados son base de la convivencia civilizada entre las naciones y que el diálogo con Bolivia, que Chile siempre ha estado dispuesto a mantener, y de hecho ha mantenido, debe llevarse a cabo con la mirada puesta hacia adelante, en función de una “agenda de futuro”.

Con la República Argentina se resolvieron, en la década de los noventa, los 24 litigios fronterizos pendientes, lo que ha dado paso a un extraordinario acercamiento entre ambas naciones en los campos político, económico y militar.

Hace poco se ha presentado un problema originado en la decisión argentina de reducir el suministro de gas natural hacia Chile, que representa un importante porcentaje de la matriz energética chilena, pero este problema es, a su vez, el resultado de esa mayor interrelación que ambos países inauguraron una vez que superaron las herencias negativas que venían desde el siglo XIX.

Con Argentina y con el Perú se han establecido mecanismos de fomento de la confianza recíproca como son, por ejemplo, en el primer caso, la aplicación de una metodología común para medir el gasto militar y, en el segundo, la realización de periódicos encuentros, llamados “dos más dos”, en los que participan los Ministros de Relaciones Exteriores y de Defensa de ambos países.

Chile, como señalábamos antes, ha percibido que el estado actual del mundo hace necesario que su política exterior se defina también en relación con hechos que se producen más allá de sus fronteras. Tal ha sido la razón de su presencia en Haití y la de su participación, nada fácil por cierto, en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas donde, como Uds. saben, fue negociada por Estados Unidos y el Reino Unido, sin éxito, la intervención militar en Irak, a la que Chile no dio su aprobación.

En relación con el hemisferio, nuestro país esta consciente de que sus cifras y algunos de sus logros son mejores que los de muchos países hermanos y, por lo mismo, que en virtud de una elemental solidaridad, pero también en el servicio de su interés de largo plazo debe compartir, con quien desee hacerlo, aquellas fórmulas que le han servido para resolver adecuadamente las difíciles pruebas que pone la globalización.

Una herramienta muy adecuada para compartir dichos conocimientos es el sistema multilateral, el de Naciones Unidas o el Interamericano, porque ambos son canales de transmisión de conocimientos y de valores simultáneamente. La derrota de la pobreza, que es el gran desafío en nuestro continente hoy, se producirá cuando haya un mejor uso de los instrumentos institucionales en un ambiente de más democracia.

El gran hallazgo de este inicio de milenio, y tal vez el rumbo que sin tenerlo aún muy claro ha tomado la Humanidad, proviene justamente de la constatación de que la democracia es un factor clave en el crecimiento. Sin crecimiento y democracia no podrán derrotarse la pobreza y el subdesarrollo, las grandes lacras que heredamos del siglo XX, a despecho de todos los avances de la ciencia y la tecnología.

Quiero terminar esta exposición con la idea que expresé al inicio: en esta aventura colectiva en que todos estamos embarcados desde que terminó la Guerra Fría y se inició la globalización, es decir, desde hace apenas 14 años, no existe una carta de navegación.

No nos queda otra alternativa que imitar a los navegantes de la antigüedad, quienes, para orientarse, recurrían a lo elemental: las estrellas. En nuestro tiempo la orientación la proporcionan los valores y éstos, a su vez, se preservan y se enseñan mejor en democracia.

Rubén Darío lo dijo así:
“Porque ser sincero es ser potente.
De desnuda que está, brilla la estrella
y el agua dice el alma de la fuente
en la voz de cristal que fluye de ella.”