Discursos

CÉSAR GAVIRIA TRUJILLO, SECRETARIO GENERAL DE LA ORGANIZACION DE LOS ESTADOS AMERICANOS
CELEBRACION DE LOS 10 AÑOS DE LA LEY DE SERVICIOS PUBLICOS EN COLOMBIA

30 de junio de 2004 - Cartagena, Colombia


Quiero agradecer a Andesco y a la Superintendencia de Servicios Públicos su invitación a participar en esta celebración de los diez años de la expedición de la Ley de Servicios públicos. Gracias a las autoridades y al pueblo de Cartagena por su hospitalidad.

Lo primero que debo anotar es que la reforma el régimen legal de los servicios públicos domiciliarios, que concluyó en julio de 1994, hizo parte de una estrategia que tuvo componentes de cambios económicos, constitucionales, institucionales y políticos. Fue, como se decía entonces, la época del revolcón; una época de internacionalización de nuestra economía, de optimismo y confianza, de alto crecimiento y de bajo desempleo; una época en la que los colombianos percibíamos, seguros y confiados, que teníamos la capacidad de resolver nuestros problemas y que ellos no desbordarían las capacidades del estado o de la sociedad.

Hoy, al acercarnos a los diez años del final de mi gobierno y después de no pocos tropiezos, algunos atribuibles a la economías regional y mundial y otros auto infringidos, apreciamos con satisfacción que muchas de esas transformaciones de muy distinto alcance ya han pasado a ser parte corriente de la vida de los colombianos: acudir a la tutela para defender los derechos vulnerados; hacer uso de la doble nacionalidad; usar una beca de Colfuturo; apelar a los Fondos privados de pensiones creados por la ley 100 ; construir vías por el sistema de concesiones; matricular niños en el año cero en escuelas publicas; apelar al Sisben para el cubrimiento de la salud.

Igualmente, recibir subsidio directo para la compra de una vivienda popular; apelar a la inversión privada en el exterior para buscar financiación para una empresa; hacer uso de los puertos con administración privada o de las carreteras concesionadas; la telefonía celular; la elección popular de gobernadores; los nuevos derechos de las negritudes o de los indígenas.

Estos son cambios en los Cuales Colombia no quiere dar marcha atrás. Lo que sí se pide, en muchos casos con razón, es que se afinen los instrumentos, que se resuelvan algunos problemas, pero siempre, o casi siempre, se trata de avanzar y no de echar atrás.

Estas figuras e instituciones, que hoy encontramos tan familiares, comenzaron a existir apenas hace algo más de dos lustros. Si pensamos en otras reformas de comienzos de los 90, a muchos de nuestros jóvenes les parecerá mentira que haya estado prohibido que cualquier ciudadano colombiano pudiera tener dólares en su poder; que solo sectores adinerados tuvieran acceso a créditos subsidiados en el Emisor; que se castigara con impuestos a las exportaciones; que las importaciones estuvieran condicionadas por innumerables tramites burocráticos, cupos o distintas formas de lobby; o que se hostigara a la inversión extranjera con una serie de prohibiciones absurdas.

Por eso, hoy muchos colombianos se resisten a creer que hasta hace muy poco hubiera sido prohibido que los particulares, el sector privado, invirtieran en carreteras, puertos, plantas de energía o en los servicios públicos domiciliarios.

Lo más interesante, motivo de reflexión en este seminario, es que nadie pide hoy que se acaben estas reformas, a pesar de que en abstracto algunos quieren desconceptuarlas de manera genérica explotando los malestares y las tensiones fruto de lo que se denomina la globalización o, en un sentido más restringido, la apertura. Sin duda la globalización ofrecía oportunidades, pero también peligros. No nos trajo ese crecimiento rectilíneo, ascendente e ininterrumpido que algunos pregonaron, pero ha traído muchos cambios benéficos, otros simplemente inevitables, si no queremos sustraernos de la economía mundial.

Tal vez el peor lo constituye la volatilidad de capitales que se ha tornando en un asunto de naturaleza permanente que afecta nuestras tasas de crecimiento. También le ha hecho un gran daño a nuestros sistemas políticos y ha acentuado nuestros problemas de inequidad y pobreza.

Hemos tenido que aprender de manera difícil, a golpes, que el mercado es hoy mucho más exigente de la calidad de la política económica, y que es necesario hacer muchas cosas bien y no simplemente trabajar sobre pocas variables como el comercio o las privatizaciones.

Creo que también hemos aprendido de manera traumática que ningún país, no importa que tan acertada sea su política económica, es capaz de mantenerla si le surgen problemas de estabilidad política o institucional. Igual cosa ocurre mirando desde el ángulo opuesto. No hay sistema político que pueda asimilar bien varios años de mal crecimiento. Hay buena economía si hay estabilidad política y una exitosa política social, y hay estabilidad política y éxitos en la política social solo si hay una buena economía.

En todo caso, es necesario hacer un mejor balance entre lo que fueron los resultados del anterior modelo y lo que han representado los logros y limitaciones de las nuevas políticas, cada una por su merito propio, sin aceptar generalizaciones demagógicas y oportunistas ni aceptar sobre simplificaciones cómodas, buenas para agitar la galería pero malas para la tarea de gobernar.

Aún en el caso de la apertura y de la internacionalización de la economía, como comúnmente se llaman algunas de estas reformas controvertidas y atacadas por numerosos analistas y observadores, lo único cierto es que a pesar de todo el ruido y de todas las críticas, han pasado dos gobiernos y medio desde 1994 cuando terminó mi mandato, y las medidas esenciales no se han cambiado. Por el contrario, siguen su curso y han llegado a hacer parte de la vida económica del país.

Aún más, la negociación del ALCA o la búsqueda del TLC con Estados Unidos y el acuerdo con MERCOSUR, temas en los que con tanta convicción y acierto está empeñado este Gobierno, son la continuación de la firma del Atpa o ATPDA, del G3, del acuerdo con Chile y de la instauración de un mayor libre comercio con los países andinos.

El comercio es hoy una palanca esencial para nuestro crecimiento, tan importante como la inversión, crece al doble de la tasa de crecimiento mundial y con varios de los países americanos es tres o cuatro veces mayor. Hay que proteger la producción nacional pero no a expensas del crecimiento del comercio y de nuestra inserción en la economía internacional.

Hay mucho por hacer. El país debe, en consecuencia, construir una nueva agenda de reformas, una agenda adecuada a los desafíos de estas primeras décadas del siglo XXI, una agenda vibrante y ambiciosa que nos permita acelerar el crecimiento, reducir la pobreza y las desigualdades.

Lo que el país necesita para consolidar la política de seguridad que en buena hora ha promovido el presidente Uribe, son más reformas y más democracia. No tratar de regresar de manera nostálgica a un pasado cuyas políticas ya agotaron sus posibilidades. Estas reformas tienen mucho que ver no tanto con política económica, sino con un buen funcionamiento del estado en el cumplimiento de funciones de educación, salud, seguridad, justicia o en el ejercicio de las funciones de supervisión, regulación o control, para citar las principales.

Esa es la clave para tener políticas eficaces en materia social, en mucho mayor medida que lo que normalmente se denomina el modelo económico, expresión que se repite ene veces todos los días pero que a la hora de la verdad es confusa y difícil de definir. Obscurece en vez de explicar.

La reforma de los servicios públicos

Dentro de este contexto quiero compartir con ustedes algunas observaciones sobre el tema de los servicios básicos domiciliarios.

Lo primero que hay que recordar es que el país, a finales de los ochenta, tenía un régimen de servicios públicos atrasado, caduco, de espaldas a las necesidades de los colombianos. Las coberturas eran bajas, la calidad mala, la innovación escasa y el país se estaba quedando irremediablemente atrás ya que sectores como las comunicaciones tenían en el mundo un desarrollo vertiginoso.

Esa situación era intolerable, no sólo por su alto efecto social y su enorme impacto sobre la pobreza, sino porque el atraso de los servicios públicos se constituía en uno de los obstáculos más serios para la modernización y la competitividad de la economía colombiana.

La principal razón del enorme atraso de los servicios públicos colombianos había sido la absurda prohibición de que los particulares invirtieran en empresas de servicios públicos. Tal prohibición se originaba en la agotada teoría de que el excesivo intervencionismo del Estado y proteccionismo comercial era la clave para nuestra prosperidad.

Nos encontramos también que, desde la crisis de la deuda de los ochenta, la crisis fiscal a todo lo ancho de América Latina, así como la aceptación de un mayor uso de los mecanismos del mercado, debilitaron tremendamente la inversión pública y esto indujo la crisis de cobertura y calidad. El mayor énfasis en la inversión social también ha reducido los recursos disponibles para infraestructura en los bancos multilaterales. Era usual, también, que los alcaldes y otros funcionarios, por los imperativos de la política de corto plazo y algo de demagogia, mantuvieran tarifas excesivamente bajas, y engordaran nóminas excesivas y costosas. No era raro tampoco que se presentaran sonados casos de malgasto y de corrupción.

De todo esto resultaba que las empresas ilíquidas, muchas veces cercanas a la quiebra, no tuvieran recursos ni crédito para realizar inversiones, y así se cerraba el círculo vicioso: sin inversiones no había expansión y caía la cobertura. Sin mantenimiento disminuía la calidad y la confiabilidad del servicio. Para ser justos, hay que reconocer que siempre hubo honrosas excepciones de empresas públicas bien manejadas y responsables con los ciudadanos, y que hoy son empresas líderes del sector.

Para cubrir el enorme déficit de cobertura y para mejorar la calidad de los servicios, se requería de grandes inversiones que en su momento el Estado no estaba en capacidad de acometer. Así surgió con plena justificación el que se permitiera la entrada del sector privado, nacional y extranjero, a la prestación de los servicios públicos.

En los dos primeros años de mi gobierno, antes de contar con un marco global como el de la Ley 142 de 1994, se tomaron numerosas medidas en esta dirección. En comunicaciones, por ejemplo, una de nuestras primeras medidas fue el decreto 1900 que abría un espacio para la prestación privada de larga distancia, telefonía fija y los servicios de valor agregado.

En el campo de acueductos, ante la quiebra y liquidación de las Empresas Públicas de Barranquilla, el gobierno apoyó la creación de una empresa mixta, la Tripla A, que más adelante se constituyó en un experimento piloto que proporcionaría grandes enseñanzas para el proceso de reforma.

En el campo de la energía eléctrica, el cambio vino a golpes, ni más ni menos que con el horrible apagón de 1992, una catástrofe que se originó precisamente en la gran incapacidad de un sistema público, burocratizado y con algunos síntomas de corrupción y de ineptitud, para atender las necesidades eléctricas de Colombia. Con motivo del apagón, el gobierno expidió de emergencia el decreto 700 de 1992, el mismo que abrió, por primera vez en muchos años, la posibilidad de que agentes privados realizaran obras de expansión en el sistema de generación.

Cuando todo esto sucedía, el gobierno era consciente de que los servicios públicos no podrían ser viables sin unas tarifas realistas, que tuvieran en cuenta el costo de los servicios y la capacidad de pago de la gente. Por este motivo, en los primeros meses de mi mandato se elevaron las tarifas eléctricas de los estratos altos en el 100%, simplemente para que alcanzaran los costos de la prestación del servicio.

De esta forma se estaban eliminando los inequitativos subsidios a familias con buena capacidad de pago que habían permanecido por muchos años. En los años siguientes, se continuó con esta orientación que, poco a poco, le fue dando respiro financiero a las empresas.

Y, como era de esperarse, este tema de las tarifas y de los servicios públicos fue llevado a la Asamblea Constituyente en 1991, entre otros por Carlos Lemos Simmons, quien había realizado su campaña para llegar a ese organismo con la bandera de racionalizar los costos de los mismos. En las interesantes discusiones de la Asamblea se lograron unos textos que ahora permiten la entrada del sector privado, y que señalan con claridad que las tarifas subsidiadas que pagarían los más pobres contarían con apoyo directo del Estado únicamente por la vía de los presupuestos públicos.

Se estableció, además, la figura de la solidaridad que establece que las personas de mayores ingresos pagarían un sobrecosto para cubrir una parte de los subsidios. De esta forma, uno de los mayores logros de la Constitución fue el asegurar que el capital privado que se vinculara a la prestación de los servicios públicos no debía pagar, no podía ser obligado a pagar, los subsidios de nadie, pues esa es una función del Estado.

Pero esto no fue todo. La Constitución también dio las pautas para la creación de un marco tarifario adecuado, alejado de los vaivenes y los imperativos políticos de corto plazo, los mismos que habían causado el gran debilitamiento de las empresas de servicios públicos en las décadas pasadas. Por eso se crearon las Comisiones reguladoras, siguiendo el modelo de varios países desarrollados.

Y de la Constituyente surgió la figura de la Superintendencia de Servicios Públicos, una institución que tendría el objeto de defender al consumidor y de mantener una vigilancia adecuada del desempeño de las empresas.

Después de la expedición de la Constitución, con las experiencias de los dos primeros años del gobierno y con un buen diagnóstico de la situación, el Gobierno ya tenía todos los elementos necesarios para diseñar y llevar a consideración del Congreso una norma general, que se constituyera en un marco completo para los servicios públicos en Colombia.

Se trataba de lograr la libre entrada al sector; de facilitar la transición de las antiguas empresas publica a mixtas o privadas; de crear cuerpos regulatorios autónomos para los principales servicios; de reglar las relaciones entre las empresas y los clientes, y entre las empresas y el Estado. Se buscaba, en una palabra, un marco regulatorio moderno y flexible que reemplazara la Junta Nacional de Tarifas y todas las obsoletas normas anteriores.

La tarea de la preparación de la Ley de Servicios Públicos recayó en el Departamento Nacional de Planeación que, bajo la dirección de Armando Montenegro, contribuyó de manera decisiva a la creación de las normas de rango constitucional y a desarrollarlas en legislación acorde con las nuevas políticas. Allí, con el concurso de la actual superintendente, Eva María Uribe, una persona que le ha dedicado buena parte de su vida a este tema, y con el ambicioso proyecto preparado por Hugo Palacios Mejía, los distintos ministerios y entidades interesadas comenzaron el estudio de un articulado para ser sometido a consideración del Congreso.

En el Senado el ponente fue Jaime Ruiz, quien por su experiencia en el sector privado, introdujo interesantes observaciones y defendió ardorosamente la iniciativa en sus distintos debates. En la Cámara de Representantes finalmente fue aprobada en el primer semestre de 1994.

Hoy, diez años después, el balance es altamente satisfactorio. Los distintos análisis técnicos nos dicen que las coberturas se han elevado, que la calidad de los servicios ha mejorado y que grandes capitales privados se han vinculado al sector. La competencia ha llegado a todos los sectores, se han introducido nuevas tecnologías, se han racionalizado los consumos y, en general, las empresas productivas del país ya no encuentran que los servicios públicos son un obstáculo para su desarrollo y para su competitividad.

Por eso no debe sorprender los resultados ampliamente favorables que trae la Encuesta de Balance Sectorial de Diez Años de Legislación en Colombia, contratada por la Superintendencia de Servicios Públicos con el Centro Nacional de Consultaría, que señalan que el 88.3% de los clientes sectoriales califican como buena, muy buena o excelente la calidad de los SPD que actualmente reciben. El estrato bajo se destaca por ponderar positivamente la calidad de Energía, el estrato medio la calidad de Teléfono y el estrato alto la de Gas, Aseo, Acueducto y Alcantarillado. La ciudad, cuyos servicios son ponderados de mejor calidad, es Medellín, mientras que en Bogotá como de baja calidad. Cali se destaca por registrar un estado igual o peor de los SPD que el existente hace diez años.

No quiero cansarlos con cifras sobre estos logros. Ese será, sin duda, el tema de las demás intervenciones en este encuentro. Quiero, por lo tanto, realizar algunas observaciones sobre el panorama tan distinto que hoy, por fortuna, se observa en Colombia en esta materia.

En primer término, ¿Quién que hubiera conocido el desmadre de las EPM de Barranquilla se habría imaginado que esa ciudad tendría en el 2004 una cobertura completa de agua potable y una calidad certificada internacionalmente? ¿Quién se imaginaría que sus servicios estarían en manos de una multinacional, la misma que opera el acueducto de Madrid?

Algunos de los logros de la década que ha transcurrido desde el 94 eran inimaginables entonces:

Que Aguas de Barcelona y otras empresas extranjeras estarían operando acueductos en Cartagena, Santa Marta, Palmira y tantas ciudades de Colombia.

Que en sólo dos lustros el 60% de las empresas eléctricas serían privadas.

Que en el año 2000 el Guavio, Betania y Chivor, empresas emblemáticas del antiguo sector eléctrico colombiano, estarían en manos de multinacionales.

Que la empresa de energía eléctrica de Bogotá estaría en manos de una destacada empresa del exterior, y que buena parte de la transformación de Bogotá, realizada por el alcalde Peñalosa, hubiera sido pagada con los recursos de la privatización de la antigua empresa distrital de electricidad.

Que miles de colombianos de todos los estratos serían hoy dueños de acciones de empresas de mayoría pública, bien manejadas, como ISA y la ETB.

Que las electrificadoras de la costa Caribe estarían en manos de una multinacional española, la misma que ha tenido que hacer frente a un sinnúmero de dificultades relacionadas con problemas de no pago y de violencia en su zona de influencia.

Que millones de colombianos tendrían acceso a gas domiciliario, entre ellos el 60% de los hogares de Bogotá, un servicio distribuido por varias empresas privadas pujantes y decididas a invertir en Colombia.

Que en tanto poco tiempo el país contaría con tres operadores de larga distancia y tres de telefonía celular, todos en competencia para ofrecerle sus servicios con menores precios y creciente calidad.

Que una familia bogotana podría escoger sus servicios de telefonía básica entre tres operadores distintos, todos dispuestos a ofrecerle buenas condiciones económicas y de calidad.

Que en menos de diez años, después del apagón ISA, nuestra empresa de transmision eléctrica, se convertiría en una exitosa multinacional, con inversiones en media docena de países.

Que hubieran tantas posibilidades, como las hay ahora, para los dueños, los operadores y los usuarios de las empresas de servicios públicos.

Todo ello nos muestra la magnitud de lo logrado, todo lo realizado por un grupo de empresarios de empuje y de visión, con el aporte del capital privado y con el concurso de un sector público remozado. Los logros alcanzados son especialmente meritorios porque se han conseguido y mantenido en medio de dificultades severas como las que tuvo la economía a finales de los 90 y a comienzos de esta década, una crisis que tuvo su origen, en buena parte, en dificultades internacionales que afectaron seriamente las multinacionales de las comunicaciones y, en algunos casos, las de la energía.

Los problemas del futuro

Pero claro, no todo es color rosa. Basta hablar con cualquiera de los empresarios que asisten a este seminario para constatar que subsisten problemas y dificultades en el marco institucional y en el ámbito regulatorio. Se puede señalar que en la actualidad, a pesar de la recuperación de la economía y de la demanda de los distintos servicios en algunos sectores, existe un cierto desanimo entre los inversionistas, que se registra por la escasez de nuevas inversiones en sectores claves como el energético, las comunicaciones y los acueductos.

Ante todo, existe la queja de la inestabilidad de las reglas del juego en el campo regulatorio. En este tema es vital para el desarrollo del nuevo modelo que el sector, como un todo, realice un gran esfuerzo para revisar todos los aspectos de la normatividad y, sobre todo, de la operación y el diseño de las Comisiones de Regulación. Estas entidades, si bien han realizado avances importantes, todavía están lejos de proveer las señales que requiere un sector moderno y dinámico como el que se ha ido forjando en Colombia

La necesaria reforma de las Comisiones debe buscar elevar su capacidad técnica, mejorar la remuneración de los reguladores y asegurar su independencia frente a los intereses de corto plazo de los funcionarios públicos.

Otro tema que no está bien definido ni resuelto es el de los subsidios estatales y su articulación con el trabajo y las finanzas de las empresas públicas y privadas. Al respecto, deben mejorarse los mecanismos de los fondos que manejan las contribuciones de los estratos altos, y deben ajustarse los presupuestos públicos para asignar correctamente las partidas de los subsidios. No hay duda de que las empresas no están todavía completamente aisladas de los riesgos de incurrir en pérdidas por esta materia, algo que, como hemos dicho, debe ser de responsabilidad estatal.

La Superintendencia de Servicios Públicos, una entidad que no recibió la mayor atención en los primeros años de la reforma, debería recibir una nueva dosis de tecnificación para asesorar y vigilar en forma adecuada a las empresas y a todo el sector de los servicios públicos. Al respecto, por fortuna, la entidad ahora cuenta con un equipo técnico de calidad, con propuestas e iniciativas de cambio y modernización.

El Gobierno, conciente de las grandes necesidades fiscales en campos como el de la seguridad, pensiones y servicios sociales, debería tener una política clara de no comprometer, sino sólo cuando fuera imprescindible, los recursos públicos en las nuevas inversiones que se requieren para la prestación de los servicios públicos en Colombia. Una buena manera de medir la relevancia y la modernización de las normas sobre servicios públicos es hacer un buen estimativo del apetito del sector privado, nacional y extranjero, por vincularse a este sector.

En el sector eléctrico, por ejemplo, se requiere una revisión completa de todos los factores que hoy inciden sobre la aparente apatía privada para invertir en el sector, un sentimiento que parece que está detrás de algunas iniciativas de volver a impulsar los principales proyectos de expansión con capitales públicos, tal como sucedía en los años setenta y ochenta.

La experiencia exitosa de ETB y de ISA en el campo de la democratización accionaria de las empresas, en forma paralela al establecimiento de fórmulas modernas de gobierno corporativo, podría ser un modelo que sigan las empresas públicas que, por una u otra razón, no quieran vincular al capital privado a su manejo estratégico.

No hay duda de que tenemos mucho para celebrar en esta década desde que se inicio la inversion privada en el sector de servicios públicos en Colombia. La Ley 142 de 1994 ha sido un buen instrumento para desatar la energía empresarial de los sectores publico y privado. Pero no es el momento de la auto complacencia. Tenemos grandes desafíos y las tareas de reforma y de mejoramiento de las instituciones deben continuar. Se trata de encauzar las mismas fuerzas que han producido las transformaciones que hoy celebramos.

Muchas gracias.