Discursos

JOSÉ MIGUEL INSULZA, SECRETARIO GENERAL DE LA ORGANIZACION DE LOS ESTADOS AMERICANOS
GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA EN AMERICA LATINA

7 de octubre de 2005 - Universidad de Notre Dame, USA


He sido invitado a hablar de gobernabilidad democrática en América Latina, un tema que es hoy día primera prioridad para la Organización de Estados Americanos. Después de casi quince años de predominio de la democracia en nuestra región, hoy enfrentamos un desafío mayor: si queremos que nuestra gente continúe creyendo y apoyando a la democracia en el continente debemos, primero, incrementar la estabilidad y calidad de los gobiernos democráticos y, segundo, ser capaces de lograr que los beneficios de la democracia alcancen a la mayoría de los latinoamericanos.

2004 trajo muy buenas noticias en lo tocante a la actividad económica en América Latina y el Caribe. El PIB creció 5.7% en 2004 –el crecimiento más poderoso en veinticinco años- y las estimaciones indican que continuará creciendo durante 2005 y 2006 aunque probablemente a tasas más moderadas . Este importante crecimiento se explica principalmente por una situación externa muy favorable, pero también por desarrollos positivos en el plano interno. En lo externo la región se benefició del crecimiento global, de la vigorosa actividad de los socios comerciales, de los mejores precios de sus exportaciones, de las bajas tasas de interés y de la expansión -a niveles sin precedentes- de los mercados emergentes. En el plano interno es posible advertir una gran flexibilidad ante las crisis internas y externas debida al fortalecimiento de las finanzas estatales (en contraste con situaciones previas de crecimiento durante las cuales el gasto público -y también el privado- tendió a ser financiado con un incremento de la deuda), así como una política monetaria orientada a contener la inflación y una gran flexibilidad en el manejo de los tipos de cambio.

Algunos problemas, sin embargo, se mantienen: el desempleo continúa siendo alto, muchos países exhiben aún una importante deuda externa y la inversión extranjera es menor a la esperada. Y aunque los signos de mejoría están presentes, muchos se preguntan si la situación perdurará, si las economías de la región serán capaces de aprovechar sostenidamente las buenas condiciones y, sobre todo, si en esta oportunidad el crecimiento podrá, al fin, beneficiar a la inmensa cantidad de latinoamericanos que viven en condición de marginalidad.

Sobre todo existe la sensación de que ya hemos estado en una situación como esta antes. Al comenzar los años noventa, después de una serie de importantes reformas tendientes a fortalecer y estabilizar las finanzas públicas, a disminuir el gasto fiscal y la inflación y a abrir las economías al comercio y a la inversión extranjera, muchos de nuestros países experimentaron un alentador período de crecimiento económico. Acompañada por los procesos de redemocratización que tuvieron lugar en el sur del continente, la situación tendió a fortalecer aún más el optimismo, al grado que muchos vieron en ella un verdadero renacer continental.

Desafortunadamente, empero, nuestras economías no fueron capaces de resistir los cambios en las condiciones internacionales de fines de esa década y volvieron atrás a situaciones de mayor precariedad. Comprendimos entonces que, no obstante que los cambios habían sido positivos, todavía quedaba un largo camino que recorrer para alcanzar las tasas de crecimiento que nos permitieran encauzarnos por el camino del crecimiento sostenido. Y, más importante aún, mucha gente se dio cuenta de que no obstante los años de democracia y cambio económico, estaban aún lejos de verse favorecidos personalmente por los beneficios del progreso.

Como efecto de todo lo anterior, al comenzar el siglo es posible advertir un cierto sentimiento de incertidumbre que todavía invade a amplios sectores. Hace algunos años algunos estudios mostraron que en muchos países el sentimiento prevaleciente era la inseguridad: la gente temía perder su trabajo o enfermarse y se sentía en todo momento desprotegida y llena de incertidumbre acerca de su futuro; incluso más, temían que sus hijos fueran a vivir aún en peores condiciones que ellos. Estudios recientes, entre los que destaca el de Latinobarómetro, muestran que muchos ciudadanos de la región sienten que la democracia no les ha traído lo que ellos esperaban y una cantidad significativa está dispuesta incluso a perder algo de esa democracia si a cambio pueden obtener mejores condiciones de vida .

Una opinión que no debe extrañar si se considera que en la región viven 200 millones de pobres (el 40 por ciento de su población total), 96 millones de los cuales son extremadamente pobres o indigentes, esto es personas que viven con menos de un dólar diario. En el otro extremo es posible constatar que menos del 5 por ciento de la población se apropia de más del 25 por ciento de todo el ingreso regional. De ahí que debamos aceptar que, como Fernando Enrique Cardoso dijera alguna vez, América Latina no es la región más pobre del mundo, pero sí la más injusta.

Eso es lo que hace a este período tan crucial para América Latina y el Caribe. De una parte se han alcanzado importantes logros relativos: donde hace no más de dos décadas teníamos dictaduras, hoy tenemos democracia; donde había guerra hoy, con la sola excepción de Colombia, se impone la paz; el respeto por los derechos humanos se ha incrementado substantivamente y un considerable número de logros económicos nos han permitido ganar terreno en el campo de la estabilidad macroeconómica. Por otro lado, sin embargo, nuestras democracias son todavía débiles, las reformas no han sido completas, el crimen se ha incrementado, la pobreza permanece muy alta e impera el sentimiento de que, si se quiere tener éxito esta vez, deberán hacerse muchos cambios estructurales.

Examinemos ahora la cuestión de la gobernabilidad. La democracia no está necesariamente vinculada al éxito (o al fracaso) económico, pero es siempre más difícil de gobernar cuando tantos ciudadanos sufren las consecuencias de la pobreza y las crisis económicas. En los últimos quince años la región sufrió muchas crisis políticas pero, y es importante tenerlo presente, una constante de esas crisis fue que no fueron provocadas por revoluciones o golpes militares como ocurría en el pasado inmediatamente anterior. Esos conflictos sociales o políticos no tuvieron una raíz ideológica, sino que se originaron más bien en el extendido descontento que prevalece entre la gente común que observa, con una impaciencia creciente, la lenidad, la ineficiencia y a veces la corrupción de sus gobiernos.

Existen quienes tienden a ver esa inestabilidad como algo positivo; como la explosión democrática y constructiva de la gente común. Yo no comparto esa opinión. En muchos de los casos estos movimientos no significan una alternativa real a las situaciones anteriores y la restauración de la gobernabilidad suele significar un largo y penoso proceso. Como dijo el presidente Hugo Chavez cuando asumió en 1999, ellos no son la causa, son la consecuencia: la consecuencia del desgobierno, del caos económico, de la incertidumbre y del miedo. En suma, del malestar con el actual estado de la situación.

“Que se vayan todos” no es, por cierto, una formula positiva para solucionar el problema, que no refleja un fracaso de la democracia sino un fracaso de la política. La política no trata sólo con ideas o valores sino también, y mucho más importante, es una cuestión de logros, de resultados que sean benéficos para el pueblo. Y es allí en donde algunos de nuestros gobiernos y algunas de nuestras elites política han fallado, pues han terminar por crear o agravar más problemas de los que han resuelto.

Para ilustrar este punto debo recurrir al ejemplo de mi país, aunque no me gusta. Antes de hacerlo, sin embargo, debo aclarar que no es el único caso en el hemisferio: diversos países en el Caribe, por ejemplo, entregan también excelentes ejemplos de gobernabilidad y de instituciones de alta calidad. Recientemente otros países de la región han alcanzado también importantes logros en su crecimiento merced a importantes desarrollos de la calidad de sus políticas públicas.

Recurrentemente se hace referencia a Chile como una experiencia exitosa y se lo presenta como un ejemplo en áreas en donde otros países han fracasado. Sin embargo se pone un escaso énfasis en el aspecto que, en mi juicio, ha sido esencial: el factor que de modo más relevante explica el éxito de Chile en los últimos quince años es la política.

Sin la gobernabilidad que ha regido en Chile durante ese período, sin la dedicación a la construcción y fortalecimiento de las instituciones democráticas y sin el amplio consenso alcanzado entre las fuerzas políticas y sociales, incluidas entre ellas ciertamente las de oposición, muchos de los otros logros no habrían podido alcanzarse. Es verdad que ha habido una política económica inteligente y estimuladora y también es cierto que ha existido una integración exitosa a la economía mundial, así como un enorme desarrollo de la infraestructura y una ampliación importante de la salud y la educación; pero todos esos logros y otros más han sido posibles sobre la base de instituciones sólidas y consensos de muy amplia base.

Desde luego Chile tiene todavía muchos problemas y el futuro no está garantizado: la pobreza no ha sido eliminada, la educación es universal pero su calidad es todavía muy desigual y la distribución del ingreso no es satisfactoria. Sin embargo sigue siendo el mejor ejemplo de éxito político en el logro de mejoras en la condición de vida de las personas en un marco democrático. Es una prueba de la importancia de la gobernabilidad.

El desafío más acuciante para la estabilidad de los gobiernos democráticos en América Latina y el Caribe, hoy, es demostrar que pueden exhibir una buena gobernabilidad y que simultáneamente pueden hacer llegar a sus pueblos los beneficios de la democracia.

¿A qué me refiero cuando hablo de gobernabilidad y de hacer llegar los beneficios de la democracia a las mayorías? Se trata de temas que, en buena medida, están incluidos en la Carta Democrática Interamericana firmada por los Estados miembros de la OEA en 2001.

1. La gobernabilidad dice relación con más democracia y no con la limitación de los derechos democráticos. Los gobiernos democráticamente electos deben ejercer el poder de manera democrática, ampliando la libertad mediante la inclusión, la transparencia y la participación. Como señaló Fareed Zacharia en un artículo años atrás , existen muchos casos de gobiernos que son electos por una clara mayoría y luego, muchas veces con el apoyo complaciente de esa misma mayoría, suprimen la libertad de expresión, limitan la libertad de prensa y en general de disidencia, promueven o toleran la discriminación y violan los derechos humanos. Han sido elegidos democráticamente pero ciertamente no gobiernan de manera democrática.

Incrementar la gobernabilidad democrática significa incrementar la igualdad de oportunidades, la participación y la libertad de las personas. Contrasta con ese principio el hecho que la misma encuesta de Latinobarómetro, citada antes, muestra que luego de aceptar que la democracia es la mejor forma de gobierno, muchos de entre quienes responden no identifican a su propio país como democrático o no creen que la democracia los haya beneficiado a ellos.

Ciertamente hemos progresado mucho en estas materias en comparación con los años de dictadura, pero todavía queda mucho por hacer. En general los gobiernos son bien elegidos en América Latina: las elecciones son limpias, el fraude es una excepción, la mayoría de la gente vota y en muchas ocasiones la oposición resulta vencedora. Todo ello tiene un tremendo valor, especialmente cuando se lo compara con la situación de hace un par de décadas. Pero en la misma medida en que las dictaduras comienzan a quedar lejos en el pasado, la gente tiende a ver esa comparación como algo irrelevante. Todavía sufrimos abusos, desigualdad, discriminación y racismo; el imperio de la ley no se ejerce de la misma manera para todos y existen todavía demasiados pobres e indigentes. Superar estas condiciones manteniendo el ejercicio de la democracia es signo de mayor gobernabilidad y mayor democracia.

2. Una segunda condición de la gobernabilidad, que se une al crecimiento de la libertad y la participación democrática, es la creación de condiciones para un gobierno estable. Los gobiernos deben ser capaces de gobernar efectivamente. Un gobierno electo democráticamente debe tener el poder y las condiciones de regir de manera efectiva en el país. Esto dice relación con el estado de derecho y también con el fortalecimiento de las instituciones políticas y los sistemas de representación.

Se puede decir que los gobiernos de la región son todavía demasiado presidencialistas. Probablemente sea cierto, pero al mismo tiempo el propio sistema no provee a esos presidentes de las mayorías parlamentarias que les permitan gobernar efectivamente. Los sistemas mediante los cuales las autoridades son electas no consideran la necesidad de mayorías estables y, por el contrario, crean condiciones inestables que se mantienen sólo mientras los gobiernos son exitosos.

La debilidad de los partidos y otras organizaciones intermedias tiende a acentuar el problema. Como los partidos no son representativos y por lo general no gozan de una gran disciplina interna, las mayorías cambian frecuentemente y no es posible conformar coaliciones políticas estables. La debilidad del sistema convierte a la lucha por el poder en el único elemento constante, dejando poco espacio al compromiso y a la toma de decisiones de largo plazo.

El fortalecimiento de la gobernabilidad dice relación con la generación de sistemas políticos que permitan una participación amplia y faciliten la formación de coaliciones sólidas y gobiernos mayoritarios. Esto, a su vez, demanda de los partidos políticos una mayor representatividad popular y la capacidad de participar en la formación de esas mayorías.

3. Una gobernabilidad democrática fuerte está vinculada también a la existencia y respeto de instituciones públicas permanentes. Este es probablemente uno de los problemas más difíciles de superar pues muchos países de la región no están en condiciones de exhibir leyes básicas e instituciones formalmente capaces de sacar adelante políticas públicas. Muchas veces esas instituciones son ineficientes, demasiados “politizadas” o simplemente no son respetadas. Un poder judicial independiente, un Contralor General con poderes suficientes, un sistema impositivo justo y transparente y una fuerza policial eficiente y no corrupta son algunas de las instituciones que, en nuestras democracias, suelen existir en el papel pero no en la realidad. Y ese tipo de situaciones contribuye a crear desconfianza en los gobiernos.

Subyace en estos temas institucionales la siempre relevante cuestión del tamaño del gobierno. Uno de los efectos de las reformas de los años noventa en muchos países del mundo en desarrollo fue la desaparición de los aparatos estatales gigantes, lo que constituyó un cambio positivo toda vez que la mayoría de esas estructuras estatales estaban a cargo de actividades productivas costosas, ineficientes o que podían ser manejadas mucho mejor por el sector privado. El problema que vino con ello sin embargo fue que, casi como un contrabando ideológico, la noción de “gobierno pequeño” derivó en una cuestión de principios. El “gobierno pequeño” se convirtió en sinónimo de eficiencia y transparencia y se llegó a pensar que casi todo podía ser transferido al sector privado. Esta última idea se expandió hasta alcanzar actividades gubernamentales en las cuales el Estado era la única respuesta a las necesidades de mucha gente, principalmente los más pobres. Educación pública, salud, vivienda, previsión y otras actividades que solían situarse en el centro de las actividades estatales fueron reducidas en tamaño en aras de la nueva filosofía, pero no se crearon instituciones o funciones que las substituyeran.

En muchos países desarrollados y en desarrollo, la provisión de servicios públicos en esas y otras áreas constituye una forma secundaria de distribución del ingreso que puede llegar a ser muy competitiva y eficiente, como lo prueban muchas experiencias europeas. Por otro lado, algunos prestigiados indicadores internacionales muestran que el tamaño del gobierno no tiene nada que ver con competitividad y transparencia. Más aún, los países con mayores índices de competitividad en el World Forum Index se caracterizan al mismo tiempo por tener gobiernos grandes.

Muchos de los problemas de buena gobernabilidad en América Latina no son efecto de demasiado gobierno, sino el resultado de falta de capacidad y recursos de los gobiernos para enfrentar muchos problemas sociales que la gente espera que solucionen. Esta incapacidad es probablemente la razón principal para la pérdida de la fe y la confianza populares en sus ellos.

Naturalmente esta forma de redistribución no puede reparar totalmente las consecuencias negativas de una política económica no redistributiva, pero ayuda a una mayor contribución del gobierno en la provisión de servicios sociales básicos, con una creciente calidad y eficiencia.

4. Otro mito vinculado al “gobierno pequeño” es que disminuye las posibilidades de corrupción. No ha sido esa la experiencia de muchos países del hemisferio durante los últimos años. Por una parte, el sector privado es también víctima de la corrupción, como han mostrado muchos escándalos corporativos de los últimos años. Por otro lado si bien puede haber disminuido la importancia del Estado como productor directo de bienes y servicios, ha aumentado su capacidad de hacer concesiones y asignaciones de recursos al sector privado, actividades en las que también puede ser objeto de presiones o de la influencia del dinero. Si la actividad gubernamental no es .totalmente transparente, esta nueva capacidad puede derivar en una asociación compleja entre dinero y política haciendo de la corrupción un elemento estructural del sistema político.

Las leyes y normas necesarias para combatir la corrupción son bien conocidas. Todas apuntan a la necesidad de separar el dinero de la política y tienen expresión concreta en leyes que regulan el lobby; transparencia y limitaciones al financiamiento de campañas políticas; declaraciones de ingresos, propiedades e intereses de los servidores públicos; y sistemas transparentes para la adquisición de bienes y servicios, entre otras.

Como dije antes, la mayoría de estos temas están incluidos en la Carta Democrática Interamericana de 2001. Ellas constituyen, como también he indicado, algunas de las prioridades principales de la OEA hoy en día. Estoy firmemente convencido que el déficit de gobernabilidad es uno de los más serios obstáculos al desarrollo de la mayoría de los países de nuestra región. Pero siento, al mismo tiempo, que esos obstáculos pueden ser superados por el fortalecimiento de una política democrática y de gobiernos democráticos y que las organizaciones internacionales pueden hacer una contribución relevante al logro de ese objetivo.