En una época en que inevitablemente casi todos los países del mundo tarde o temprano deben interactuar con los gigantes geográficos (Estados Unidos, China, Rusia, Canadá…) es muy difícil sustraerse a la propia sensación de pequeñez. Una sensación que en el caso de la mayoría de los países de América Latina se ve acentuada con monótona frecuencia al incorporar a la comparación geográfica el tamaño económico. Objetivamente, sin embargo, nuestros países no son pequeños si se los compara con el conjunto de aquellos que conforman el sistema de Naciones Unidas. La calificación que de manera más acertada define a los países de nuestra región es la de “intermedios”. Una calificación que trae consigo algunas ventajas, pero también un gran número de compromisos y responsabilidades, así como el inevitable conocimiento de algunas experiencias que tarde o temprano han de golpear a nuestra puerta.
Una de esas experiencias inevitables es la de la globalización, un fenómeno que en nuestra calidad de países intermedios no tenemos forma de evitar. Es más: ya somos parte consustancial de la realidad global y carece de sentido negarlo, rechazarlo o intentar darle la espalda. Por el contrario, en lugar de cegarnos a la evidencia, nuestra obligación con el futuro es reconocer y entender este proceso para poder enfrentarlo con la mayor fortaleza que nos sea posible reunir colectivamente en tanto países que se reputan de una historia y un destino común.
Se trata de un empeño que debe estar orientado a alcanzar la fuerza necesaria para actuar en la realidad mundial de manera que nuestra voz se escuche y sea adecuadamente respetada, algo que por sí solo ningún país de nuestra región está en condiciones de lograr. Una fuerza que simultáneamente nos permita enfrentar los problemas internos y externos que pueda traernos la globalización, lo que tampoco podrán lograr nuestros países actuando aisladamente. Esa fuerza, en mi opinión, se alcanzará actuando en tres planos a los que me quiero referir en las páginas que siguen: el de las políticas públicas, el de la integración y el de la cooperación internacional.
Qué globalización
Antes de avanzar en los planos en que, en mi opinión, debe actuarse frente a la globalización, debo hacer un breve examen de las que creo son características principales del fenómeno, sobre todo visto desde una perspectiva latinoamericana.
Desde hace casi un siglo se reconoce que la realidad mundial es interdependiente y mucho más siglos tiene aún la aceptación de la existencia de una economía mundial. Lo cierto es que las relaciones de dependencia o interdependencia política, económica y cultural entre los Estados existen desde el inicio de los tiempos. Hay fenómenos que hoy se atribuyen irreflexivamente a la globalización, como por ejemplo la migración o la transculturación, sin advertir que se trata de fenómenos que han ocurrido prácticamente desde que hay registro histórico de las actividades humanas. Antes de Jesucristo, muchos territorios del mundo entonces conocido copiaban la forma de vida romana. Las migraciones masivas, en tanto fenómeno social, se conocían también antes de nuestra era y en proporciones incluso mayores a las de nuestros días.
Lo que en realidad caracteriza en particular a la globalización como fenómeno contemporáneo es su extensión (se trata, quizá por primera vez, de un fenómeno que abarca todo el planeta y todos los aspectos de la vida social) y con dos dimensiones particulares: la velocidad con que se comunican las partes del todo globalizado y el volumen que alcanzan esas partes.
Me detendré sólo un momento en el volumen de lo fenómenos globales contemporáneos aprovechando el que quizá sea ejemplo más evidente. De acuerdo a la Comisión de Población de las Naciones Unidas, en la actualidad existen alrededor de 200 millones de inmigrantes en el mundo, entendiendo como tales a aquellas personas que viven de manera estable por más de un año en otro país, esto es sin considerar los desplazamientos masivos de personas que huyen de un país a otro debido a guerras u otras catástrofes. Como nuestro planeta cuenta actualmente con alrededor de 6.400 millones de habitantes, la cifra anterior representa apenas un 3% de la población. Y debo decir apenas porque los habitantes del planeta que se desplazaban sólo a América durante el siglo XIX y comienzos del XX superan largamente esa proporción. La población que se desplazó desde el Este y la migración forzada de millones de esclavos a Estados Unidos durante el siglo XIX representó por sí sola más de un 3% de la población mundial de ese momento y lo mismo puede decirse de la población que se desplazó a América Latina a comienzos del siglo XX.
La gran diferencia entre esos movimientos migratorios y el actual, producido en el marco de la globalización, radica en el volumen absoluto: un 3% de la población mundial, hace un siglo atrás, representaba un número relativamente pequeño de personas en comparación con los más de 200 millones que significa hoy día. Esa es una de las dimensiones específicas del fenómeno de la globalización: el enorme volumen de los fenómenos asociados a ella. Por eso carece de sentido práctico establecer comparaciones entre fenómenos ocurridos dentro y fuera de la globalización porque aquellos que tienen lugar dentro de ésta van a ser, siempre, inmensamente mayores en volumen y ese mayor volumen va a tener siempre efectos económicos, sociales y culturales propios, inexistentes en cualquier otro marco.
La segunda dimensión particular de la globalización es la de la movilidad de sus elementos y la velocidad con que pueden comunicarse entre sí, al grado que Castells ha llegado a definir a la propia globalización como “el proceso resultante de ciertas actividades de funcionar como unidad en tiempo real a escala planetaria” . Hoy día cualquier persona puede informarse prácticamente en forma automática de cualquier fenómeno ocurrido en cualquier lugar del mundo (una red planetaria de intercomunicación, Internet, se lo garantiza) y puede colocar cualquier objeto en cualquier lugar de la tierra en menos de 36 horas (se lo garantizan tres empresas transnacionales).
En nuestros días no es solamente el capital el que tiene movilidad, también otros factores entre los que se debe contar a las personas, tienen una enorme movilidad como efecto del desarrollo tecnológico . La globalización alcanza también a otros aspectos más inquietantes pues existe un conjunto de procesos nefastos que son transnacionales por naturaleza: casi no se puede pensar en el crimen, en el tráfico de drogas, en el lavado de dinero, ni siquiera por desgracia en el terrorismo, circunscritos a un solo país. Junto con estos elementos negativos, sin embargo, es posible encontrar también a los llamados bienes públicos internacionales, esto es aquellos que no pueden ser obtenidos sino a través de la acción conjunta de las naciones. Un ejemplo claro de este último tipo de bienes es la protección de la capa de ozono en el sur del continente americano.
Ni la protección del medioambiente ni la lucha contra el delito son, hoy día, cuestiones que puedan ser enfrentadas solamente como temas nacionales. Por lo mismo, pretender excluirse y desconocer la globalización no tiene sentido. Y carece de sentido, por encima de cualquier otra consideración, debido a que lo sepamos o no, o lo queramos o no, ya somos parte de la globalización. Incluso el propio movimiento antiglobalización está perfectamente globalizado y su existencia y sus movilizaciones no serían posibles de no contar con instrumentos globales de comunicación, como Internet, para conectarse y concertarse.
Cuál es entonces el “malestar de la globalización”, como denominó Joseph Stiglitz a los aspectos negativos que trae consigo este proceso. Básicamente el hecho que a la vez de ser un fenómeno muy integrador –incluso de sus adversarios según hemos visto- de todo aquello que tiene valor dentro de los flujos globales (el capital, los profesionales o trabajadores calificados, los bienes transables, la información), es también inexorablemente excluyente de todo aquello que no tiene valor dentro de esos flujos. Se constituye así un sistema muy dinámico, en el que países completos o franjas sociales, económicas y culturales completas dentro de algunos países, quedan excluidas del proceso globalizador y, en consecuencia, condenados al rezago en el proceso de evolución global. Un rezago que a su vez lleva de manera inevitable a la pobreza como efecto de una distribución del ingreso que privilegia forzosamente a los integrados en desmedro de los excluidos .
La percepción que el ciudadano común tiene finalmente de este proceso es que la globalización no propicia un reparto equitativo de la riqueza, aunque sí es pródiga en repartir las expectativas. Los jóvenes de países más pobres o menos integrados al proceso de globalización, o los jóvenes de países integrados pero que se mantienen en la franja económica – social – cultural desintegrada, pueden apreciar hasta en sus mínimos detalles como viven y de qué disfrutan los jóvenes de países ricos o de países más integrados y, aún dentro de su propio país, la calidad de vida de que gozan los jóvenes de la franja integrada a la globalización.
Políticas públicas frente a la globalización
Se trata de un fenómeno que inevitablemente termina asociado a otros fenómenos que las sociedades de nuestro continente han padecido desde siempre como lacras sociales que deben ser extirpadas: la desigualdad social y la discriminación. Algo, desde luego, que no nos puede dejar indiferentes y ante lo que tenemos el deber moral de actuar. Y la forma como se expresa la decisión social de actuar, el consenso para enfrentar de una determinada manera un problema que afecta a la sociedad en su conjunto, son las políticas públicas. Frente a los problemas que trae consigo la globalización, en consecuencia, es necesario actuar concibiendo, discutiendo, aprobando y aplicando las políticas públicas adecuadas. Y lo adecuado en este caso es desarrollar, primero, una capacidad de atracción de todos los elementos en los que se expresa el proceso de globalización , pues es la integración al proceso de globalización la que tiene como efecto el aumento del ingreso y la calidad de vida de los ciudadanos. Junto con ello, sin embargo, y al mismo nivel y con la misma importancia, debe estructurarse una capacidad social e institucional de protección, desarrollo y reintegración de aquellos sectores sociales a los que la dinámica competitiva de la globalización tienda a excluir.
No se puede dar la espalda a la globalización y es ingenuo pretender que ella no nos alcance o exigir “que no venga” . En el polo opuesto, tampoco se debe entregar nuestros países a la voracidad depredadora de nadie. De lo que finalmente se trata, en definitiva, es de tener una actitud realista para entender que, más allá de cualquier sentimiento o ideología, finalmente el fenómeno nos va alcanzar y que frente a él debemos tener políticas claras y estables de integración beneficiosa para nuestra población y de protección y reintegración de aquellos que tiendan a ser excluidos.
He hablado de políticas claras y estables, lo que me obliga a una reflexión adicional. Las políticas públicas frente a la globalización, así estén directamente orientadas a atender situaciones internas o nacionales como la pobreza, la distribución del ingreso o las condiciones laborales, en un mundo globalizado van a ser también, inevitablemente, políticas externas. Una nueva política tributaria o laboral o la decisión de subsidiar una zona geográfica preterida constituyen, en el mundo contemporáneo, señales claras para inversores, para proveedores de bienes y servicios y aún para potenciales emigrantes de prácticamente todo el planeta. Se trata de formas de situarse frente al mundo que deben reflejar un consenso amplio entre los ciudadanos de los países que las adoptan pues, de otro modo, corren el riesgo de caer en inconsistencias y en la inestabilidad. Una inestabilidad que no se perdona en el mundo globalizado que acabo de describir; una inestabilidad de la que se toma debida nota por parte de actores globales que no reincidirán en una acción impulsada por una política que luego fue modificada o no fue respetada.
Las políticas públicas de nuestros países –que es lo mismo que decir las políticas exteriores de nuestros países- deben ser políticas de Estado, esto es deben ser ajenas a la contingencia política mezquina y situarse en el plano superior de la coincidencia y el consenso de la mayoría de la población. Como señala George Kennan en At a Century's Ending: Reflections 1982-1995 , cuando existen muchas opciones hay que recurrir a los principios como norma o como forma de conducta de política exterior. Y la esencia de una política exterior de principios no guarda relación con el principio que se aplique en sí mismo, sino con el aspecto ético al que obliga: puesto que es un principio y por consiguiente debe ser conocido y aceptado por todos, se tratará de una política consistente. Nuestras políticas deben ser consistentes, esto es deben aplicarse establemente, de manera predecible y con rigor. Todos las deben conocer y no se debe engañar a nadie con ellas, así como nadie se debe llamar a engaño con ellas.
La integración
Señalé al comenzar estas líneas que, ante la globalización, el empeño colectivo de América Latina debía orientarse a alcanzar la fuerza necesaria para actuar en la realidad mundial de manera que nuestra voz se escuchase y fuese adecuadamente respetada, lo que por sí solo ningún país de nuestra región está en condiciones de lograr. Se trata de una idea sobre la cual casi no es necesario agregar argumentos cuando se han hecho las consideraciones precedentes acerca del fenómeno globalizador. Sin embargo si algo nos muestra la realidad contemporánea es que justamente hoy, cuando más necesaria y, sobre todo, útil, parece ser la integración entre nuestros países, mayor decaimiento parecen mostrar las políticas reales en la materia.
América Latina comenzó a hablar de integración aún antes que Europa y hoy tiene un retraso de cincuenta años con relación a lo que se ha avanzado en ese continente. ¿Por qué ese atraso? Quizá la respuesta se encuentre en la explicación que ofreció un experto canadiense consultado por la razón que llevó a Canadá a negociar un acuerdo de integración comercial con Estados Unidos en circunstancias que lo que perseguían era un acuerdo simultáneo con ese país y con México, por lo que quizá debían haber esperado a este último. Su respuesta fue que la integración de los países es como una carrera de bicicletas: sólo se gana si se pedalea siempre, con el viento en contra o a favor, subiendo o bajando, pero sin nunca dejar de pedalear. Es verdad: los procesos de integración no deben detenerse jamás si se quiere que sean exitosos y eso es lo que nos enseña la experiencia de Europa.
Efectivamente, si miramos a la Unión Europea podremos comprobar que se trata de un proceso que no ha sufrido jamás detenciones. Problemas y altibajos tuvieron muchos, pero nunca interrumpieron su proceso. Fue eso lo que les permitió pasar de la “serpiente monetaria” al Euro y de doce a veinticinco miembros, temas que en su momento fueron ardua y quizá hasta ferozmente discutidos por los europeos, sin que nunca los llevara a poner en duda su integración. Hoy día discuten sobre la Constitución Europea y aunque no sabemos si finalmente existirá tal Constitución sí sabemos que el hecho que discutan sobre ella es otro signo de que siguen avanzando.
Nuestra historia, en cambio, es una historia de avances y retrocesos. Y hoy, lamentablemente, estamos en un periodo de retroceso. Por ello, si realmente creemos que es necesario aunar esfuerzos para hacer oír nuestra voz en el mundo y presentarnos en los mercados globalizados como una unidad económica de quinientos millones de habitantes, debemos revisar muchos de los conceptos relativos a la integración en nuestro continente, superar atavismos y enfrentar el tema con una visión auténticamente contemporánea.
Quiero exponer aquí tan solo uno de los temas que deben resolverse con una visión nueva, contemporánea, si se quiere avanzar en la integración: el de la soberanía. Y debo comenzar por señalar que en una América Latina en la que se han reducido los problemas internos de los países, han aumentado los problemas entre los países. Tenemos pues que buscar, tanto para los procesos de integración como para los conflictos entre nosotros, mecanismos efectivos de solución de los conflictos entre Estados y ello lleva ineludiblemente a alguna forma de supranacionalidad. Se dice, y con razón, que la relación integración-soberanía no es una que pueda llegar muy lejos; por el contrario, una verdadera integración exige grados –variables, es cierto, pero siempre importantes- de pérdida de soberanía; de cesión de partes de la soberanía nacional a instituciones supranacionales. Si queremos avanzar efectivamente en nuestra propia integración deberemos tener presente este precepto pues, de otro modo, las cosas seguirán como hasta ahora en nuestro continente, en donde la única fórmula para solucionar los conflictos sigue siendo exclusivamente el diálogo directo entre los presidentes.
La cooperación
Convivimos con naciones inmensamente poderosas cuya tentación de intervenir, en defensa de valores propios o universales, va a seguir existiendo y manifestándose de buenas y malas maneras. Esa tentación y las acciones a que ella llevan se llaman unilateralismo y su práctica, en un mundo globalizado en el que existe interdependencia y bienes universales que todo el mundo protege tales como los derechos humanos o la democracia, es un camino más que probable a la desintegración cuando no al error o al abuso.
La alternativa efectiva al unilaterismo es la cooperación internacional, esto es la capacidad de las naciones para resolver sus problemas en conjunto en aquel ámbito geográfico o político que ellas mismas elijan. Esta cooperación entre los Estados, en el mundo de la globalización, puede alcanzar prácticamente a todos los ámbitos, incluidos aquellos que dicen relación con problemas tan acuciantes como la necesidad de una mayor gobernabilidad, la transparencia de los gobiernos, el buen funcionamiento de las políticas públicas, la protección de los derechos humanos o el combate a la corrupción.
Así, pues, no se debe perder de vista nunca que sí existe una alternativa a tratar de hacer las cosas solo –lo que muchas veces incluso ni siquiera es posible - y quedar sujeto a presiones externas. Esa alternativa es la cooperación internacional, que puede tener lugar en los terrenos político, económico y social y debería formar parte permanente de la política exterior de nuestros Estados para enfrentar con éxito muchos de los desafíos que nos plantea el proceso de globalización.