1. ¿Por qué una encrucijada?
Frecuentemente, al referirnos a nosotros mismos, los latinoamericanos utilizamos la expresión “encrucijada”. En realidad es casi una costumbre definirnos en la situación de enfrentar una cierta dificultad; de encontrarnos en un cruce de caminos que nos obliga a una decisión. Me atrevo a decir sin embargo que, más allá del hábito, hoy la expresión se justifica plenamente.
Como una opción de esta encrucijada tenemos el futuro que nos auguran muchos estudios prospectivos sobre América Latina y el Caribe realizados recientemente en Estados Unidos y Europa que, situándose en un horizonte temporal que no supera el año 2020, no son en absoluto halagüeños para nuestra Región, tanto por la posición secundaria o periférica que se nos sigue asignando como por la exacerbación de nuestros males que pronostican. Un ejemplo de ello es el estudio realizado por el National Security Council de Estados Unidos, titulado The 2020 Global Landscape (“El Panorama Global en 2020”), que contiene muy pocas referencias sobre América Latina -aunque abunda en ellas con relación a otras regiones en desarrollo, especialmente Asia, China, India y el mundo Islámico- y la mayoría de ellas muy poco positivas. Otro estudio de la misma institución, dedicado específicamente a América Latina y el Caribe, insiste en sus negativas referencias a la región, con énfasis en los problemas de gobernabilidad y delincuencia y, sobre todo, en una supuesta incapacidad regional para adaptarse a las nuevas realidades de la globalización. La consecuencia de ello y del persistente rezago en que se mantendría nuestro continente -afirma esta publicación- es la tendencia al surgimiento de liderazgos populistas.
Es importante señalar sin embargo que estos mismos estudios coinciden en señalar que los problemas de América Latina no están marcados por la fatalidad, esto es que no tienen necesariamente que producirse o perdurar en el tiempo.
De hecho la mayoría de los estudios de prospectiva tienden a examinar el presente y a proyectarlo mecánicamente hacia el futuro. Muchas veces, sin embargo, la porfiada realidad termina por imponer cambios que esos estudios no son capaces de prever. En los años ochenta Lester Thurow, en “El Futuro del Capitalismo”, describió el inevitable conflicto que se produciría entre Europa, Japón y Estados Unidos por el predominio mundial, sin siquiera mencionar como probables protagonistas a China e India, de cuya gravitación en la economía mundial nadie duda hoy día. A fines de la misma década Paul Kennedy escribía sobre la inevitable decadencia de los Estados Unidos, pero en los noventa la brecha entre este país y el resto del mundo capitalista creció en lugar de disminuir y Estados Unidos tiene hoy una participación en el producto bruto mundial mayor de la que tenía en el momento en el que Kennedy anunciaba su inevitable decadencia.
Lo cierto es que está en nuestras manos decidir lo que efectivamente ocurrirá en 2020 y de los propios estudios citados se desprende que, en definitiva, depende de nosotros evitar que las fatalidades se produzcan, reconociendo cuáles son los problemas y diseñando políticas para enfrentar esos conflictos a tiempo. De hecho en los mismos estudios se señala, y esto es muy interesante pues revela una actitud distinta a la de hace sólo un par de décadas, que el cambio depende de la generación de políticas publicas adecuadas para enfrentar los problemas del crecimiento, la pobreza, la discriminación o la desigualdad que padecen nuestras naciones.
Así, pues, es innegable que estamos en una encrucijada. Pero se trata de una encrucijada que si bien abre la posibilidad a realidades futuras tan penosas como las que describen los estudios antes citados, nos plantea también un camino alternativo de superación de nuestros problemas y de posibilidades de arribar a un 2020 mucho más exitoso que el que se nos pronostica
2. ¿De dónde partimos?
¿Cuál es nuestra situación actual? Según pronósticos de la Comisión Económica Para América Latina y el Caribe de las Naciones Unidas, el Producto Interno Bruto de la región crecerá aproximadamente 5% en 2006 y probablemente se elevará a 4.5% en 2007. De ser así, 2006 se constituirá en el tercer año consecutivo de crecimiento de la región en su conjunto y de cada uno de sus países en particular. Desde antes de la llamada “década perdida” de los años ochenta que no experimentábamos un crecimiento de esta magnitud y si bien es cierto que comparado con el de Asia, China o India puede parecer exiguo, en comparación con nuestro propio pasado reciente es un crecimiento significativo. Tanto que los últimos tres años muestran una tasa mayor a la experimentada en cualquiera de los 25 años anteriores. En el plano del comercio externo la situación es igualmente auspiciosa pues la Cuenta Corriente de la Balanza de Pagos de América Latina y el Caribe continúa arrojando superávits, mientras la inflación se mantiene muy cercana a la evolución de la inflación mundial. Adicionalmente, muchos países que habían experimentado situaciones de estancamiento económico se encuentran atravesando hoy por un período de crecimiento sostenido.
Al mismo tiempo este ha sido un buen año político: uno en el que se han reforzado algunas tendencias notables. El período que va de diciembre de 2005 a diciembre de 2006 será el año en que más elecciones presidenciales habrá habido en toda la historia de América Latina y el Caribe: doce meses en que se realizarán trece elecciones presidenciales lo que, considerando que en la región sólo veintiún países tienen régimen presidencial, significa que la mayoría tendrá elecciones en un solo año. Y todas estas elecciones -algunas con resultados tan estrechos que incluso pueden haber provocado ciertas tensiones o dificultades en el momento de reconocerlos- han estado marcadas por el signo de la normalidad democrática. Esta situación constituye una diferencia enorme respecto de lo que ocurría en nuestra región hace pocas décadas, cuando ni siquiera había entre esos veintiún países trece que tuvieran democracia, y mucho menos con elecciones limpias y competitivas en las que no sólo puede vencer la oposición sino en las que las fuerzas políticas en el gobierno están dispuestas a entregar sin problemas la conducción del país a sus adversarios.
En el mismo plano es destacable el cambio verificado entre lo que ocurría en el interior de nuestros países en el momento de mi elección como Secretario General de la OEA, en mayo de 2005, y lo que ocurre en el presente. Asumí la Secretaria General de la OEA a pocas semanas de que el gobierno de Ecuador hubiese sido reemplazado. Menos de una semana más tarde, en medio de la Asamblea General, se anunció la renuncia del Presidente de Bolivia. De esa misma Asamblea debí salir apresuradamente en dirección a Nicaragua, junto con un grupo de Embajadores, pues se aseguraba que en ese país el gobierno caería en pocos días. Por la misma fecha se decía que en Haití no era posible realizar elecciones ya que no había más de 66 mil inscritos para votar en ellas. Pues bien, ha transcurrido apenas un año y en Ecuador y en Bolivia ha habido elecciones, en Haití se ha realizado la elección más competitiva de la historia de ese país y en el momento en que escribo estas notas se preparan las elecciones presidenciales en Nicaragua sin que haya habido asomo alguno de crisis interna. Todo eso llama a ser optimista, más aún si se considera que durante los quince años anteriores hubo dieciséis gobiernos que no terminaron su mandato.
Se trata, por cierto, de una situación que no obstante nos lleve al optimismo también nos debe llevar a la prudencia pues hay que reconocer que persisten en la región una serie de incertidumbres.
Una de ellas dice relación con la pregunta relativa a si es posible mantener ese crecimiento por un periodo prolongado. Detrás de esa interrogante está la cuestión de cuánto de tal crecimiento se debe solamente a circunstancias externas y, en consecuencia, si no se va a desvanecer apenas el ciclo económico internacional haya cambiado de signo.
Un segundo elemento de incertidumbre se origina en el temor de que este mayor crecimiento no beneficie a los más necesitados de entre los habitantes de nuestra región simplemente contribuya a aumentar las desigualdades ya existentes. Es preciso recordar a este respecto que no es la primera vez que democracia y crecimiento coinciden en nuestro continente; que a principio de los años noventa ya tuvimos una situación semejante –con una democracia que entonces renacía entre nosotros- y que en esa oportunidad las esperanzas de millones de latinoamericanos y caribenos se vieron frustradas. Y la tendencia actual al respecto no puede dejar de ser preocupante. Por ejemplo, estudios de la CEPAL sobre el cumplimiento de las metas del milenio nos muestran que los países más pobres de nuestro hemisferio son los que van quedando rezagados en su cumplimiento y que por lo tanto es bastante probable que en el futuro se extienda la brecha entre ellos y los países más ricos. Es posible constatar, por otra parte, que incluso en aquellos países de mayor crecimiento no se ha visto un mejoramiento sustantivo de la distribución del ingreso o una disminución importante de la pobreza, no obstante que la pobreza efectivamente haya disminuido en el último año de manera sensible en toda la región.
Estos factores de incertidumbre y las interrogantes que subyacen tras ellos llevan a una parte significativa de la población latinoamericana no sólo a desconfiar de sus gobiernos sino, lo que es verdaderamente penoso, a estar dispuestos a no ser gobernados democráticamente a cambio de ver resueltos sus problemas . De esta manera la verdadera gran interrogante que se cierne sobre América Latina y el Caribe, aquella que parece resumir todas las preguntas e incertidumbres anteriores, es la que plantea si es posible mejorar la capacidad de los gobiernos de nuestros países: si se puede abordar de mejor manera la falta de una institucionalidad estable, la transparencia, el buen gobierno, la eficiencia, que hacen que la mayor parte de la población de América Latina desconfíe de sus gobiernos o desconfié de sus democracias.
Es, pues, desde esta situación de optimismo prudente que debemos enfrentar los desafíos que nos conduzcan al camino de superación de nuestros problemas. He resumido en cinco temas esos grandes desafíos. Se podrá decir que se trata de una selección mezquina y que en realidad los problemas de nuestra región suman mucho más que cinco. Es posible que sea verdad. Sin embargo si, desde la encrucijada en que nos encontramos, queremos avanzar de veras por el camino de las soluciones, es preciso priorizar, concentrar los esfuerzos y las energías y buscar remediar primero aquello que honestamente creamos es central y decisivo en este momento. De lo contrario corremos el riesgo de, una vez más, desperdigarnos en la búsqueda perpetua y muchas veces sólo demagógica de “todas las soluciones a todos los problemas ahora”.
Son cinco desafíos que están conectados entre si. Se trata, por cierto, de desafíos que se experimentan de manera distinta entre los diferentes países de la región y que corresponden a problemas que si bien en muchos casos vienen del pasado, hoy se manifiestan de manera disímil y exigen una respuesta con una mirada y una capacidad de decisión contemporánea.
3. El desafío del crecimiento
El primero de ellos es el desafío del crecimiento. El crecimiento está en la base de las posibilidades de mejoramiento en todos los otros planos. Es el primero de los desafíos por que no obstante el significativo aumento de ritmo de los últimos años que he destacado antes, la realidad indica, como también he señalado, que comparativamente el nuestro es un continente que crece poco. Que mientras los países desarrollados han crecido largamente por encima de los dos dígitos en promedio anual durante los últimos decenios, nosotros apenas lo hemos hecho a una tasa real por capita de un punto y medio anual. Que las economías emergentes de Asia, el Oriente Medio, Europa Central y del Este, así como los “países recientemente industrializados” de Asia, siguen superándonos en este terreno y que, por contraste con el crecimiento en otras regiones, hay países en América Latina que no han crecido nada y aún otros, como Haití, que incluso han disminuido sostenidamente su ingreso por capita en los últimos veinte o treinta años.
¿Por qué esta debilidad? En mi opinión existen por lo menos siete razones que explican la fragilidad de nuestro crecimiento. En primer lugar la persistencia de sectores financieros débiles que impiden a nuestros países beneficiarse de oportunidades de inversión más lucrativas. En segundo término la ausencia de un sistema energético regional bien definido, que elimine las inseguridades sobre el abastecimiento de energía en la mayoría de nuestros países. Tercero, un nivel muy insuficiente de comercio intraregional, que recientemente se ha visto agravado por tendencias a elevar el proteccionismo. Cuarto, los bajos niveles de ahorro e inversión que son característicos de la abrumadora mayoría de nuestros países. Quinto, la ausencia de sistemas tributarios eficientes que permitan a los países de América Latina y el Caribe incrementar sus actuales niveles de recaudación relativamente bajos. Sexto, la baja calidad del gasto público en nuestros países. Séptimo, la aún más baja competitividad regional, puesta de manifiesto por el Global Competitivnes Report de 2006, en el que los únicos países de la región que se sitúan entre los primeros cincuenta (entre ciento diecisiete) son Chile (27) y Barbados (31).
De ahí que, antes de hablar de fortalecer los gobiernos, de mejorar la distribución del ingreso o de desminuir la pobreza, debamos hablar de lo que es central y está en la base de todos esos otros problemas: el crecimiento, esto es la capacidad de nuestros países de generar tasas de crecimiento sostenidas, pero también significativas para poder mejorar la condición de vida de su gente . Lamentablemente aún hay quienes piensan, entre nosotros, que es posible desligar el crecimiento de la justicia social; voces que llegan a sostener que más importante que el crecimiento es la distribución del ingreso. Se equivocan: en nuestra sociedad lo que no crece no se distribuye y por ello el tema del crecimiento económico es un tema central. No puede, pues, caber duda que tener políticas de crecimiento eficientes y estables, que atraigan inversión y que den continuidad al esfuerzo del desarrollo, debe ser el primer gran objetivo.
No ayuda sin embargo a lograr ese objetivo el clima de incertidumbre que, respecto de las políticas económicas y públicas, se crea muchas veces en nuestros países. Contrariamente a lo que muchos creen, el capital –es decir los recursos de inversión necesarios para el crecimiento- no es atraído exclusivamente por la perspectiva de la ganancia, que ciertamente tiene que existir, sino también por la estabilidad política, la seguridad y la certeza de las reglas del juego. Si quienes pueden invertir en nuestra región en emprendimientos de largo plazo sienten que su inversión puede ser amenazada por cambios en las reglas del juego o por la corrupción o la delincuencia, ciertamente no invertirán, lo que significa que desperdiciaremos esos recursos. Por el contrario, los únicos recursos que en esas condiciones podremos aspirar a recibir serán aquellos de corto plazo o especulativos que la mayor parte de las veces no dejan beneficio alguno a nuestros países.
No podemos menos que apreciar en todo su inmenso valor la calidad de la democracia que tenemos hoy en nuestro continente, pero no debemos ignorar que, en un proceso de globalización, ella no ofrece por si sola todas las pautas que orientan la decisión de las inversiones. Todos sabemos que el capital va donde hay estabilidad económica y con mayor entusiasmo aún si esa estabilidad económica está acompañada de estabilidad política, pero que esta última no es una condición de la misma urgencia ni del mismo imperio que aquella. Por eso –y esto no debe escandalizar a nadie porque es una verdad objetiva- el capital elegirá primero el marco de una democracia estable para actuar, pero en segundo término optará siempre por una autocracia estable, no por una democracia inestable. De ahí el enorme daño que hace a nuestras posibilidades de crecimiento la sensación de inestabilidad provocada por gestos y actitudes -la mayoría de las veces puramente retóricos- de confrontación al inversor o de amenaza a la estabilidad económica. Y debo hablar de retórica porque a pesar del lenguaje huraño o la mirada ceñuda que muchas veces los dirigentes políticos y aún algunos gobernantes dedican a empresarios y a funcionarios públicos que promueven el equilibrio o la austeridad fiscal, lo cierto es que lo que objetivamente se observa en América Latina y el Caribe, de manera casi uniforme, es equilibrio fiscal, monedas sólidas, mejoría en las Balanzas de Pagos y disminución de la deuda externa.
Muchos de los países citados en estudios recientes como aquel del National Security Council que he mencionado antes, son definidos como actores de la sociedad del futuro no obstante que en la actualidad gozan de menos democracia y muestran peores índices que los nuestros en materias tan relevantes como pobreza y analfabetismo. Buena parte de los países que son visualizados como base de la industria del futuro tienen hoy centenas de millones de pobres y en países que actualmente son sostenedores de la industria mundial del software la mitad de la población es analfabeta. Sin embargo son sistemas estables que ejercen reglas del juego claras y que están disponibles para permanecer dentro de las actualizaciones de la globalización. Esas son las características que garantizan su condición de actores del futuro.
En nuestro caso, lamentablemente, no es esa la imagen que ofrecemos. Experimentamos la realidad de unas economías estables, pero acompañada de la percepción de que en muchos casos esa estabilidad no está garantizada debido a la falta de consenso respecto de sus instrumentos. Por ello es que no puede dejar de llamar la atención que al analizar los pronósticos previos a las últimas elecciones presidenciales habidas en la región, se pueda distinguir como común denominador la afirmación de que cualquiera hubiese sido su resultado no se habría modificado la política económica del país correspondiente. Y se trataba de elecciones en países tan determinantes de la economía regional como Brasil y México. Esa es la seguridad que nuestros países deben ofrecer si quieren captar los recursos que necesitan para desarrollar su infraestructura o su energía; si buscan captar las inversiones de largo plazo que requieren para asegurar un crecimiento estable. La seguridad de que nuestras economías son estables porque nuestras políticas básicas también lo son.
4. El desafío de la pobreza
El segundo gran desafío ciertamente sigue siendo el de la pobreza. Cien millones de latinoamericanos durmieron la pasada noche sin haberse alimentado suficientemente durante el día. Y esas son muchas personas; muchas personas como nosotros. Es verdad que si se miran estadísticas mundiales, América Latina y el Caribe no aparecen en los peores lugares en el triste listado de la pobreza; que hay países de nuestro continente que obtienen mejores calificaciones que muchos países africanos en los índices de desarrollo humano, que nuestra mortalidad infantil no es tan infamante y que nuestra desnutrición no es tan deshonrosa. Sin embargo probablemente ello ocurra solamente porque nuestros países son naturalmente mucho más ricos. De ahí que, tan acuciante como la pobreza misma en nuestro continente, sea el hecho que no exista ni una sola razón que pueda explicar porqué hay cien millones de indigentes y doscientos millones de pobres mal viviendo en un continente rico.
CEPAL reporta que aproximadamente un 43% de la población de América Latina -222 millones de personas- son pobres, la mayoría de los cuales pertenecen a familias monoparentales encabezadas por una mujer. De entre ellos 96 millones (18.6%) son extremadamente pobres o indigentes, esto es no alcanzan a satisfacer sus necesidades básicas con los ingresos que logran obtener y en Haití, el país más pobre de nuestra región, el 55% de la población sobrevive con menos de un dólar diario de ingreso. Es mucha pobreza e inaceptable en una región que es rica en recursos. La misma CEPAL ha estimado que para alcanzar en 2015 las Metas del Milenio en materia de pobreza, la región debería incrementar su producto por habitante, en promedio, a una tasa de 2.9% anual. Esta estimación promedio, sin embargo, impide ver importantes diferencias. Así, la propia CEPAL estimaba en 2004 que los países con mayores niveles actuales de extrema pobreza, superiores al 30% -Bolivia, Nicaragua, Honduras, Guatemala y Paraguay- debían aumentar su producto por habitante a una tasa de 4.4% promedio anual durante los siguientes 11 años para alcanzar esa meta.
Y se trata de una situación no sólo injusta, sino que también progresivamente insostenible. La frustración causada por el contraste entre la pobreza, la desigualdad y la exclusión, de una parte, y el crecimiento económico realmente experimentado así como el mejoramiento de la calidad de vida prometido por las elecciones democráticas pero no materializado, de otra, sientan las bases para una futura situación de conflictos y turbulencias en la región . La democracia debe ser capaz de entregarle mucho más a la gente, no sólo porque la pobreza actual en nuestra región es moralmente inadmisible, sino porque además, de persistir, se convertirá en una amenaza seria a nuestras posibilidades de desarrollo futuro debido a los déficit de educación, ahorro y capacidad de emprendimiento que, entre otros lastres, trae consigo.
Debo agregar además que, para nosotros, la pobreza es sólo una de las caras de un problema mucho más grave, una de cuyas otras expresiones es la desigualdad. Sé bien que son problemas perfectamente diferenciables uno del otro y que no necesariamente deberían manifestarse de manera simultánea; sin embargo, lamentablemente, en nuestro continente marchan de la mano. Es así como si bien nuestra región no es la más pobre del mundo, sí es la más desigual. El 20% más pobre del continente lleva a sus hogares entre un 2.2% del ingreso nacional en Bolivia y un 8.8% en Uruguay, en circunstancias que el 20% más rico se apropia de porcentajes que van desde el 42,8% en Uruguay al 64% en Brasil. Se trata de una situación endémica cuyo significado inmediato no puede ser otro que la certeza que en América Latina y el Caribe la desigualdad es un factor importante como obstáculo a la disminución de la pobreza pero, al mismo tiempo, que una disminución de la desigualdad debería significar igualmente un mejoramiento sustantivo en esta materia. La misma CEPAL ha sido enfática en señalar que una mejor distribución del ingreso potenciaría el efecto de la expansión económica en la reducción de la pobreza, estimando que una reducción de sólo 5% en el valor del coeficiente de Gini permitiría que se redujera el crecimiento anual necesario para alcanzar las Metas del Milenio de Naciones Unidas en materia de eliminación de la pobreza, desde el 2.9% en que la estimaba en 2004 a un 2.1%
La otra expresión del problema del cual la pobreza y la desigualdad son también manifestaciones es la discriminación: otra lamentable circunstancia que tampoco tendría necesariamente que manifestarse junto a la pobreza o la desigualdad pero que entre nosotros también marcha unido a aquellas. Las estadísticas al respecto son irrefutables: la abrumadora mayoría de los pobres en América Latina y el Caribe son indígenas o afro americanos, constituyendo estos últimos, por cierto, la primera minoría racial no sólo en el Caribe sino también en América Latina. Se trata de alrededor de doscientos millones de latinoamericanos y caribeños de ambos orígenes que son pobres y por lo tanto no se puede ignorar la asociación entre ambas situaciones: existe un problema de discriminación y el combate contra la pobreza, en consecuencia, necesariamente debe ir unido a un combate contra la discriminación. Soy consciente de que es un estigma que nuestra región difícilmente superará en el corto plazo, pero también tengo la certeza de que no la superaremos jamás si no lo enfrentamos con políticas explícitas.
Así, pues, para enfrentar con éxito el desafío de la pobreza se tendrá que tener presente que ésta está determinada por múltiples factores –como la desigualdad y la discriminación- muchos de ellos económica, social o culturalmente estructurales. Ya no se puede creer, como ocurría décadas atrás en algunos de nuestros países, que la pobreza era un problema que se iba a resolver de manera natural en la medida en que nuestras economías crecieran. Es verdad que la solución de la pobreza está ligada al crecimiento económico (el año pasado América Latina creció fuertemente y la pobreza disminuyó en doce millones de personas), pero es igualmente cierto que también y primordialmente deberán comprenderse y atacarse los factores estructurales que generan los problemas de pobreza si se quiere que esa solución sea estable.
5. El desafío de la integración
El tercer desafío es la integración. Se trata por cierto de un tema que resulta más problemático en América del Sur que en otras áreas de la región que están mucho más avanzadas en esta materia. El CARICOM, por ejemplo, enfrenta hoy día la discusión acerca del tránsito desde el mercado único hacia la economía común y en América Central cada día se hacen mayores progresos en materia de integración en un sentido amplio que incluye, además de los temas económicos, temas migratorios y de otro tipo. El NAFTA, por su parte, es hoy una realidad que nadie puede negar y en las elecciones recientes en Canadá y México no se escuchó siquiera una voz que clamara por volver atrás en ese terreno; más bien al contrario, lo que se pudo oír fueron proposiciones para perfeccionar el sistema. Así pues, el problema y el desafío, en este caso, competen casi exclusivamente a América del Sur. Y si es posible identificar una tendencia negativa en América del Sur en los últimos años, un cierto decaimiento de las políticas reales, es justamente en materia de integración. Es más: en los últimos cincuenta años prácticamente no hemos avanzado nada en esta materia, en circunstancias que el secreto de la integración radica justamente en no detenerse nunca .
Lo cierto es que en América del Sur se ha ido cíclicamente de una pesimista comparación con Europa a eufóricas declaraciones relativas a la inminencia de una integración “aquí y ahora”, sin que se visualice una efectiva disposición ni de sacar las enseñanzas que derivan de la experiencia europea ni de avanzar realmente en un proceso integrador. Todo ello resulta aún más lamentable si se considera que este hemisferio, y sobre todo el Sur del hemisferio, comenzó a hablar de integración mucho antes que Europa para quedar luego tremendamente atrasado con relación a ésta . Un fenómeno cuya única explicación parece ser que, a diferencia de Europa, en Sud América se ha optado siempre por detener el proceso ante cualquier escollo –grande o pequeño- que se haya encontrado en el camino y esas detenciones, en no pocas oportunidades, han llevado a dramáticos retrocesos.
Por contraste, si observamos a la Unión Europea podremos constatar que se trata de un proceso de integración que nunca se ha detenido. Ha sido criticado y duramente en muchos países de la Unión, ha tenido altos y bajos, ha atravesado por enormes problemas pero siempre ha seguido adelante. De hecho hoy se recuerda poco a la “serpiente monetaria” que, sin embargo, en su momento fue objeto de la más viva discusión. Una discusión, empero, que no fue óbice para continuar con el proceso de integración que permitió arribar al Euro. Ahora se discute si habrá o no una Constitución Europea. Quizá la haya o quizá o no, pero lo importante es que se trata de una discusión relativa a un camino para avanzar en la integración, una discusión que aunque áspera o enconada, no es vista por nadie como una circunstancia tan extrema que obligue a detener el proceso mismo de integración. Nuestra historia en cambio, como he señalado, es una historia de avances y retrocesos cuya única explicación razonable es que, ha diferencia de Europa, nosotros hemos tendido a eludir los verdaderos problemas que trae consigo un proceso integrador
El primero y quizá principal entre esos problemas es, querámoslo o no, el de la “subnacionalidad”, esto es la disposición de ceder soberanía para alcanzar la integración. Y si algo demuestran todas las experiencias exitosas en este terreno es que no puede haber una integración real sin una cesión igualmente real de soberanía.
Permítanme un ejemplo al respecto. Chile subscribió un acuerdo con la Unión Europea, que en algún momento fue criticado debido –se dijo- a que puesto que tenía que ser aprobado por el Parlamento Europeo y, en algunas de sus partes, por los parlamentos de cada uno de los países, probablemente no terminaría jamás de ser ratificado. El hecho sin embargo es que, aún cuando es probable que todavía no haya terminado de ser ratificado por algunos países de Europa, en sus aspectos económicos, esto es en aquellos que resultaban más urgentes y que justamente habían provocado la crítica, el Convenio se encuentra operando desde hace varios años. La explicación radica en que todos los temas comerciales son potestad de la Unión Europea y no de sus países miembros, por lo que no era necesario que fuesen aprobados por éstos para entrar en vigencia. ¿Contamos con algo parecido en América Latina? Por cierto que no y ni siquiera soñamos con tenerlo. En una región en la que ni siquiera tenemos mecanismos de solución de controversias, existe una mucha menor disposición –sobre todo en el Sur- de entregar a alguna entidad supernacional atribución alguna en materia económica o comercial.
El segundo gran problema es que aparentemente se cree que, por ser la integración económica una situación en la que todos han de ganar, nadie tendrá que pagar por ella. Se trata sin duda de un error pues no habría habido integración europea si algunos países no hubiesen aportado el dinero necesario para financiarla. Es más: no habría habido integración europea si en los años cincuenta, sesenta y setenta algunos países no hubieran estado dispuestos a pagar ingentes sumas de dinero para financiar los costos que, para la agricultura de otros países, tenía esa integración. Y, así como financiaron ese esfuerzo en materia agrícola, los mismos países financiaron un amplio conjunto de otras materias de presupuesto común europeo, teniendo siempre en consideración que ese gasto presente iba a redundar en enormes beneficios futuros.
Guardando las distancias, no hay mucha diferencia entre esa situación y la de América del Sur hoy día. También entre nosotros hay países grandes y pequeños y países que cuentan con más recursos que otros. Y si no existe disposición a replicar de alguna manera esos “Acuerdos Diferenciados” en que no todos contribuyen o se benefician en la misma proporción, no se va a llegar muy lejos en materia de integración efectiva.
El tercer problema dice relación con una suerte de obsesión maximalista respecto de la integración. La obstinación con que se plantea que, desde un inicio, ésta debe ir “desde el Río Grande hasta la Tierra del Fuego”. Lo cierto es que, en Europa, un acuerdo que hubiese ido desde el Báltico hasta las Islas Griegas no habría prosperado jamás: la integración europea es lo que es porque ha avanzado en forma paulatina. Y justamente por ello es que, entre nosotros y no obstante sus dificultades, son tan promisorios los acuerdos subregionales: el MERCOSUR o la Comunidad Andina son más reales y generan más esperanza que la ilusión de unificar, de una vez, al conjunto del continente. Esperando las condiciones para alcanzar esa integración “de una vez” sólo se puede terminar en la condición de una flota que marche a la velocidad del barco más lento; una situación que únicamente sirve para que todo el continente termine rezagado. Por el contrario, es mi firme convicción que los países que estén dispuestos a avanzar más rápido deben integrarse entre sí a la mayor velocidad posible. Y debe tenerse consciencia de que, para avanzar rápido, inevitablemente se deberá enfrentar temas aún más complejos, como el de la integración de las políticas económicas porque ciertamente es muy difícil, sino imposible, lograr la integración entre países que no lleven adelante políticas similares. En suma, para integrarse los países tienen que tener algo o mucho en común; se trata de un factor que también nos muestra la integración europea: que la integración ocurre entre países que son afines antes de integrarse.
6. El desafío de la delincuencia
El cuarto desafío es el crimen. El nuestro es un continente que enfrenta problemas serios de delincuencia, organizada y no organizada, con los cuales no se puede seguir conviviendo. Cierto es que ha disminuido la violencia política que, hace no muchos años atrás, flagelaba a nuestra población; que tenemos mucho menos violencia política que en otras regiones del mundo, dentro de los Estados y entre los Estados. Pero también es cierto que esa violencia ha sido substituida por el delito: por las pandillas, el narcotráfico, el crecimiento del crimen urbano, el lavado de dinero y otras muchas formas que éste adopta hoy en día.
En muchos países de nuestra región las muertes anuales por homicidio no se cuentan por cientos ni por miles, sino por decenas de miles . La situación ha llegado a tal extremo que algunos articulistas han llegado a comparar el fenómeno con una suerte de retorno al feudalismo, en que en ciertas ciudades grupos de delincuentes controlan ya no solamente la delincuencia sino el conjunto de la vida de barrios importantes; grupos con los cuales la autoridad debe entenderse para el manejo de temas urbanos como el uso de los espacios públicos, el transporte y la recogida de la basura, entre otros.
La mayor parte de la violencia y de los delitos en nuestra región está vinculada al tráfico de drogas y al crimen organizado, cuyo crecimiento ha sido impulsado por una combinación de alta densidad de población en áreas urbanas, pobreza persistente y desigualdad del ingreso. La explosión de violencia ocurrida en Sao Paulo en mayo del presente año 2006 fue la primera expresión masiva de los adversos efectos de la combinación de pobreza, drogas y violencia. En esa ciudad, una de las pandillas más grandes del mundo organizó un ataque de cinco días a la infraestructura urbana, con el resultado de 272 personas muertas, 91 de las cuales eran oficiales de policía. Por otra parte y desgraciadamente, los países de América Central y el Caribe se han convertido en terreno de tránsito de la droga y refugio de organizaciones criminales involucradas en actividades tales como la prostitución y el tráfico ilegal de personas.
Y se trata de una lacra social que no sólo degrada y daña física y moralmente a las personas sino que acarrea consigo un alto costo económico. El Banco Interamericano de Desarrollo estima que el costo de la delincuencia, incluyendo el valor de propiedad robada, se eleva aproximadamente a 16.8 billones de dólares, equivalente al 15% del PIB de América Latina. Esta estimación incluye el impacto de la delincuencia no sólo en la seguridad de las personas y propiedades sino también en la productividad, las inversiones, el empleo y el consumo.
Entre los problemas asociados al delito uno de los más graves es el del tráfico de personas. El número de niños, mujeres y esclavos que son traficados en nuestra región, en el interior de los países o a través de las fronteras es vergonzosamente alto, infamemente alto. Y es tan elevado porque un porcentaje igualmente alto de la población -entre quince y veinte por ciento- carece de identidad. No está inscrita en un registro ni tiene documento alguno que la identifique. Para ellos no existe un pedazo de papel en que conste su nombre o siquiera su existencia y son, por ello, objeto fácil y permanente de todo tipo de delitos perpetrados por bandas de criminales organizadas expresamente para ese fin.
Un desafío, en fin, que es imperativo enfrentar y un problema cuya persistencia nos afrenta a todos.
7. El desafío de la gobernabilidad
Para abordar el tema del quinto desafío, el de la gobernabilidad que, en mi juicio, es el más determinante de todos, debo hacer una consideración previa. Se solía y se suele hablar mucho entre nosotros del “Consenso de Washington”, sin que siempre se tengan claros ni los verdaderos alcances de su significado ni su vigencia actual. El llamado Consenso de Washington consistía en la proposición de un conjunto de medidas de política económica, muchas de las cuales fueron adoptadas y se siguen aplicando hasta hoy. No deja de extrañar por ello que de tanto en tanto algún Presidente de la región se levante para afirmar que el origen de nuestros problemas se encuentra en ese Consenso, en circunstancias que por lo general ese mismo Presidente mantiene en su país una política fiscal estricta, está preocupado de la estabilidad de su moneda y trata de disminuir su deuda externa. En suma, se diga lo que se diga, de un modo u otro en casi todos los países de la región se practican políticas que podrían identificarse con el Consenso de Washington.
Mucho menos se dice en cambio, y quizá porque rinde menos beneficios retóricos, que un importante elemento con el que se identificó desde un comienzo el Consenso de Washington, ha desaparecido. Me refiero a la idea de que todos o gran parte de los problemas de la sociedad pueden ser resueltos en el ámbito de lo privado. Ese fue el gran sello de ese Consenso, en buena medida enmarcado por la frase del Presidente Reagan que planteaba que el Estado no era parte de la solución sino parte del problema. Pues bien, hoy nadie dice eso. Por el contrario, en la Cumbre del Mar del Plata el Presidente Bush dijo exactamente lo contrario: que son necesarias políticas de Estado para enfrentar un conjunto de problemas económicos y sociales en las Américas.
Este cambio queda bien demostrado por una situación de la que todos hemos sido testigos recientemente: la decisión del segundo hombre mas rico del mundo, Warren Buffet, de entregar el noventa por ciento de su fortuna -más de cuarenta mil millones de dólares- a fundaciones privadas, la principal de las cuales pertenece al único hombre que es más rico que él: Bill Gates. De este modo el Sr. Buffet le entregó o le va entregar al Sr. Gates treinta y cuatro mil millones de dólares en los próximos años para abordar temas de salud, educación y pobreza. Y decidió actuar de este modo porque, según explicó, está convencido que el mercado no resuelve los principales problemas de la gente en este mundo. Una afirmación notable sin duda, sobre todo viniendo de un empresario que ha hecho toda su fortuna en la economía de mercado. Y también un cambio gigantesco respecto de lo que se decía no hace más de veinte años atrás; un cambio que nos conduce directamente al quinto gran desafío que enfrenta América Latina y el Caribe en la actualidad: el desafío de la gobernabilidad.
Porque una de las razones que está en el origen de las incertidumbres que los habitantes de nuestro continente dicen experimentar radica en su convicción de que el gobierno no sirve. De que no están recibiendo todos los beneficios que la democracia parecía prometerles. Esta convicción lleva a mucha gente a pensar que en su país no hay democracia, que la democracia no es suficiente o, peor aun como ha demostrado la encuesta de Latinobarometro ya citada, que incluso estarían dispuestos a renunciar a ciertos grados de democracia o de libertad a cambio de obtener mayores posibilidades de resolver sus problemas.
No se puede negar, pues, que existe desconfianza respecto de las instituciones. Una desconfianza que tiene que ver, ciertamente, con las características de este periodo de crecimiento y democracia y que afecta a mucha gente que vive en la pobreza y sufre la desigualdad; gente que se pregunta si esta vez el crecimiento y la bonanza económicas, finalmente, los van a favorecer. Una desconfianza que termina teniendo como objeto la calidad de los gobiernos, su transparencia y su eficacia.
En buena parte de América Latina estamos pagando hoy día las consecuencias de un desmantelamiento del Estado tradicional. Un Estado que criticábamos en el pasado, pero del cual hoy debemos reconocer que prestaba importantes servicios. Su desaparición, sin ser substituido por nada que cubriera las necesidades que él cubría generó, hace ya más de diez años, una sensación de gran inseguridad en las personas. Desde hace una década muchas encuestas vienen mostrando que una parte muy significativa de la población vive con altos grados de inseguridad respecto de la posibilidad de poder conservar sus empleos o de lograr acceso a algún sistema de salud. Y, lo que es aún peor, muchos tienen la sensación de que si bien quizás sus hijos puedan gozar algún día de esos beneficios, ellos no los conocerán jamás
Todas esas incertidumbres se podrán responder sólo en la medida que aumente la gobernabilidad. Sólo en la medida que los gobiernos enfrenten los desafíos a los que esa desconfianza los convoca y aumenten su capacidad de responder a los problemas reales de sus ciudadanos. En la medida en fin que reconozcan, como reconoció el Sr. Buffet, que existen muchos problemas que no pueden ser solucionados por la mano invisible del mercado.
Se trata de temas que deben ser abordados con políticas públicas. El crecimiento, la generación de empleo, la entrega de certezas para la inversión del capital, la integración, los problemas de la pobreza, la discriminación y la delincuencia, son todas cuestiones que confluyen en una sola dirección: la de la gobernabilidad, la de la calidad del gobierno. Y en este punto no puedo dejar de recordar las palabras del Presidente Álvaro Uribe que, en algún discurso reciente, afirmó que cuando él ganaba se decía que había ganado la derecha y cuando ganaba Lula se decía que había triunfado la izquierda en circunstancias que, tanto Lula en Brasil como él en Colombia, hacían más o menos lo mismo. Creo que tiene razón y que en esta situación hay mucho de espejismo e irrealidad. Que finalmente no existen grandes diferencias en cuanto al tipo de políticas que se deben aplicar, pero que sí las hay en relación a la manera como se aplican: a la eficacia, eficiencia y transparencia con que se gobierna.
Y para elevar la calidad de nuestros gobiernos debemos comenzar por actuar en contra de la corrupción y en pro de eliminar la falta de transparencia en la administración pública, pues estos siguen siendo probablemente los mayores desafíos para los países de América Latina y el Caribe. Sólo tres de nuestros países se sitúan entre los primeros cincuenta en el Transparency International Corruption Perceptions Index del año 2006: Chile, que ocupó el lugar 20, Barbados que se situó en el 24 y Uruguay que lo hizo en el 28. El resto recibió puntajes que llevan a suponer que sufren serios problemas en este terreno. Esta persistente corrupción afecta adversamente la economía y el desarrollo económico de la región.
Hemos creado instituciones democráticas. Ahora es el momento de desarrollarlas y fortalecerlas. Necesitamos modernizar nuestros gobiernos para hacerlos más accesibles al pueblo. Esto incluye, por ejemplo, desarrollar la cobranza y pago de impuestos por medios electrónicos (e-government). La modernización de nuestros gobiernos por procedimientos como esos ayudará a restablecer la confianza de la gente en sus gobiernos y a percibir esos cambios como incrementos en la transparencia.
Este es el tema que, en los próximos años, va a determinar la estabilidad de América Latina. Una estabilidad que ya no está condicionada por la existencia de gobiernos de izquierda o de derecha, o sujeta al temor de un golpe de Estado o de una insurrección. Una estabilidad que hoy sólo depende de la medida en que los gobiernos son capaces de atender los problemas reales de sus pueblos. De la medida en que son capaces de terminar con la creencia creciente entre la gente común de que no son capaces de responder a sus problemas. De la medida en que son capaces de dotarse de eficacia, eficiencia y transparencia en la búsqueda de soluciones a esos problemas. De la medida, en suma, que son capaces de dotarse de verdadera gobernabilidad.