Discursos

JOSÉ MIGUEL INSULZA, SECRETARIO GENERAL DE LA ORGANIZACION DE LOS ESTADOS AMERICANOS
CONFERENCIA MAGISTRAL – FLACSO

14 de septiembre de 2010 - Ciudad de México


Quiero en primer lugar agradecer esta invitación de FLACSO–México para inaugurar su año académico. Hablar sobre el estado de la democracia en América a pocos días del Bicentenario del “Grito de Dolores” es ya un motivo de orgullo para mí.

Desde mis años de estudiante en la escuela de Ciencias Políticas de FLACSO en Santiago de Chile –hace ya bastante tiempo- he mantenido vínculos permanentes con esta Facultad Latino Americana. Una parte importante además de mi exilio lo viví en este país, muchas veces di clases aquí y en Centroamérica, en los centros académicos de FLACSO. Recuerdo que cuando pude volver a mi país, la institución que me acogió en mi retorno fue FLACSO, así es que muchas gracias por esta nueva oportunidad de estar con ustedes.

Creo importante iniciar esta reflexión por la democracia en América Latina con algunas breves palabras sobre la coyuntura. Hace cuatro días apareció un número de la revista The Economist ilustrada con una portada sugerente con un mapa de América al revés, el sur arriba y el norte abajo donde proclama: “No más patio trasero en el auge de América Latina”. Como siempre ocurre con estas revistas que necesitan vender muchos ejemplares, cuando uno lee el editorial y la nota interior, el contenido es bastante más negativo que positivo, algo más equilibrado, pone mucho más énfasis en los peligros que aún aguardan en nuestra región y advierte explícitamente contra el riesgo de la complacencia. Pero no cabe duda que tal presentación y muchas parecidas –están apareciendo en las últimas semanas- contribuyen a esa complacencia, especialmente en la región de América del Sur.

La razón principal de este nuevo optimismo político está en la economía, porque después de los temores e incertidumbres provocados por la gran recesión –la gran depresión de los años 30, la recesión del 2009- las economías de la región han comenzado a crecer vigorosamente, comenzando por Brasil y Argentina, alcanzando también a Colombia y Chile; y si miramos las cifras recientes de México, también son muy impresionantes, con tasas incluso superiores a las que precedieron a la crisis en varios países. Entonces no se celebra sólo el crecimiento que hemos tenido el año 2010, porque también en el 2003 y 2008 la región ya había crecido a un promedio de más de un cinco por ciento anual, sino el hecho de que después de un año en que la mayor parte de las economías vieron reducir mucho su ritmo -incluso tuvieron crecimiento negativo- se haya retomado tan rápidamente, aumenta el optimismo.

En esta década se han visto caer los índices de pobreza como no ocurría desde antes de los ´80. Más de treinta millones de latinoamericanos han dejado la pobreza, se ha creado un importante número de empleos, y surge en numerosos países una impetuosa clase media que siempre va a ser el factor fundamental del progreso en esta década. Una década en que además América Latina ha tenido un crecimiento mayor al de las dos décadas anteriores sumadas. En realidad, el período del 2002 al 2008 –antes del 2009- ya tenía en esos seis años un crecimiento superior al de las dos décadas anteriores.

La reciente organización de los Objetivos del Milenio realizada por un conjunto de agencias de Naciones Unidas y coordinada por CEPAL, revela que en la mayor parte de los indicadores ha existido un progreso importante, aunque hay algunos países que parecen ir quedando atrás. Por cierto, los obstáculos que quedan por superar son aún inmensos para poder decir que América Latina y el Caribe han emprendido un camino cierto hacia el desarrollo. Es cierto también que parte del crecimiento ha sido provocado por un aumento sustantivo en la exportación de materias primas y que aún son insuficientes los avances en materia educativa y el desarrollo científico-tecnológico. Aún hay límites en el ahorro y la inversión y, por ende, en la creación de empleos. Nuestra integración económica regional parece haberse estancado. Todo esto es verdad, lo que no significa que no exista una cierta oportunidad hacia el futuro, y para lo cual tenemos que mirar también a los otros factores negativos que aún se mencionan.

Todavía hay un número muy grande de habitantes de la región que siguen siendo pobres. Siempre uso una frase que quiero repetir y que alguna vez utilizó el ex presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardos. Dijo: “Brasil no es un país pobre, es un país injusto”. ¿Qué quiere decir esto?, que hay demasiados pobres para el nivel de desarrollo que América Latina tiene; es decir, con este nivel de crecimiento, no deberían haber tantos pobres. No es que haya más pobres que en África o en algunos otros países del mundo; hay bastantes más pobres en un solo país grande del Asia -China o la India- que en toda América Latina, pero ése no es el punto. El punto es que con el nivel de desarrollo que tiene esta región no deberíamos tener estos niveles de pobreza que permiten además la mantención de un flujo migratorio hacia Estados Unidos y Europa, y también en cantidades importantes, un flujo migratorio dentro de la propia región de los países menos desarrollados a los más desarrollados.

Todavía falta trabajo y educación para más de veinte millones de jóvenes, los llamados “ni-ni”, ni trabajan ni estudian, y eso ciertamente es un caldo de cultivo para una situación social bastante complicada; todavía existe discriminación contra indígenas y afro-descendientes; todavía existe un número desproporcionado de hogares pobres encabezados por mujeres. Estos y otros males van de la mano de un alarmante incremento de la violencia y la criminalidad, otra de las grandes lacras de América Latina.

Pero la oportunidad de superarlos está allí hoy día y parece que el optimismo que muchos muestran ante la actual situación es parte de esto, y creo que efectivamente en los próximos años se va a decir -como alguien se ha atrevido a sugerirlo ya- que la próxima será la década de América Latina y el Caribe. O el ímpetu del crecimiento será efímero una vez más y, en cambio, se harán más fuertes los conflictos sociales producto de la pobreza, el desempleo, el crimen y la desigualdad.

Parte importante de estos desafíos tienen que ver con la política. Aquí hay un dato interesante que quiero mencionar: todo el mundo está de acuerdo en que una parte importante del crecimiento que hemos tenido en estos años y el buen enfrentamiento de la crisis tienen que ver con el precio de las materias primas. Pero junto a eso, se esgrime de manera general la calidad de las políticas macroeconómicas desarrolladas por la mayor parte de los gobiernos antes y durante la recesión, con algunas excepciones. Hasta países que proclaman su aversión a las políticas del pasado mantuvieron la prudencia fiscal necesaria y acumularon las reservas necesarias para poder aplicar políticas anticíclicas que palearon los efectos de la lentitud económica y la pérdida de empleos. Yo no cito generalmente países en mis charlas, pero hago una excepción para decir que por ejemplo la reserva per capita de Bolivia está entre las más altas de América Latina, cosa que hace algunos años era completamente impensable.

La banca latinoamericana demostró estar mucho menos expuesta que la norteamericana y la europea, y por lo tanto no fueron necesarias grandes operaciones de rescate que pusieran en gastos excesivos a los gobiernos. En otras palabras, como nunca antes, esta vez las causas de la crisis vinieron desde fuera y las políticas públicas para enfrentarla desde dentro tuvieron un papel positivo. Y esto es parte de la razón del optimismo, porque aún así se muestra que con todas las debilidades de nuestros Estados, su acción no es sólo indispensable sino que también puede ser eficaz para los desafíos que se avecinan. El Estado puede ser esta vez parte de la solución, esta oportunidad se presenta en un período en el que sin duda la democracia ha crecido en nuestro continente. El primer requisito indispensable de la democracia, sin el cual los demás carecen de sentido, es que los gobiernos tengan sus orígenes y deriven su legitimidad de la voluntad popular.

La verdad es que acá hay muchos jóvenes y es bueno trasmitir una experiencia mía de años atrás. Participé en el gobierno de la Unidad Popular, y en esa época a nosotros nos gustaba mucho distinguir entre la democracia formal y la democracia real; y es cierto, porque la democracia no es sólo elecciones. Decíamos: “hay muchos pobres”, “mucha miseria”, “hay njusticia”, “desigualdad”, “de qué democracia me hablan”, “a ustedes lo que les gusta es la democracia formal”. Bueno, se terminó la democracia formal y la democracia real también se terminó junto con ella. La democracia es elecciones y es ejercicio democrático por parte de autoridades electas. Y en estos último años, a pesar de la crisis que vivimos en Honduras -que esperamos se pueda superar pronto- ese requisito esencial se ha cumplido, y puedo decirlo con conocimiento de causa.

La OEA ha observado en los últimos cinco años más de cincuenta procesos electorales de todo tipo en distintos países de la región. Todos los que hemos observado, que son bastantes más de la mitad de los que se han realizado, han reunido con creces los requisitos de una elección democrática. Por cierto, la perfección en esta materia no existe, pero se ha tratado en general de procesos limpios con voto secreto y masivo y con resultados ajustados a la realidad del voto.

Entonces, si la idea de la democracia se resume a la generación del poder, podemos afirmar que América es junto con Europa el otro continente democrático del mundo; y eso es un logro histórico que no habíamos tenido en muchas décadas; sin embargo, la propia extensión del ideal democrático le ha dado al concepto un contenido más amplio que incluye un conjunto de valores, que abarca la organización del Estado y los derechos del ciudadano, y que distingue por lo tanto entre la democracia de origen y la democracia de ejercicio. Tal ha sido la tendencia en el continente americano, desde la adopción en 1991 de la Declaración de Santiago de Chile por parte de la Asamblea General de la OEA hasta la firma por todos los Países Miembros de la Carta Democrática Interamericana en Lima, Perú, el 11 de septiembre de 2001.

La democracia entonces es para los americanos tanto de origen como de ejercicio, y para llamarse democrático un gobierno no sólo debe ser elegido democráticamente sino también gobernar democráticamente. Hago una breve reseña de los conceptos principales.

El más interesante, probablemente, y el más novedoso: el artículo primero de la Carta Democrática Interamericana, que proclama el derecho de los pueblos de América a la democracia. Luego establece la representación como base de la democracia, por eso hablamos de democracia representativa; el estado de derecho; la existencia de un régimen constitucional, y agrega que esta democracia se refuerza con la plena participación de la ciudadanía en el marco de la constitución y la ley.

Con posterioridad, en sus artículos siguientes, se enumeran los elementos esenciales de la democracia, que incluye por cierto las elecciones, pero también el respeto por los derechos humanos, el acceso al poder y su ejercicio con arreglo al estado de derecho; el pluralismo en los partidos y las organizaciones, y la separación de los poderes públicos.

El pacto democrático está definido cuando se demanda la subordinación de todos a la autoridad civil y los poderes públicos, pero al mismo tiempo fija como contrapartida el ejercicio democrático: la transparencia, la probidad, la responsabilidad en la gestión pública, el respeto de los derechos sociales y la libertad de expresión y de prensa.

Situada al extremo opuesto del concepto de democracia como puramente electoral, la Carta Democrática Interamericana es un programa político para la república democrática, un sistema político complejo compuesto de ciudadanos y ciudadanas responsables que generan sus autoridades por medio de elecciones, con plena participación y dotados de derecho inalienables, con un gobierno de leyes más que de personas, cuya legitimidad se funda en la transparencia, el buen gobierno y los plenos derechos de los ciudadanos. Y para reforzar este carácter, nuestra Carta Democrática señala que la democracia y el desarrollo económico y social son interdependientes y se refuerzan mutuamente. No dice que son imprescindibles el uno para el otro, no proclama la democracia como un derecho solamente de los que tienen sus problemas económicos y sociales resueltos. Dice que son interdependientes y se refuerzan mutuamente. Y denuncia la falta de desarrollo y equidad, la discriminación, el analfabetismo, la pobreza, la falta de respeto por los derechos de trabajadores y de mujeres como factores negativos para la consolidación de la democracia.

Quiero recalcar la centralidad que asume el concepto de ciudadanía, definido de manera muy amplia como una ciudadanía política: derecho a elegir, a ser elegido, a participar y a conocer de la acción del poder público. Una ciudadanía civil, al proclamar de manera amplia los derechos humanos, y una ciudadanía social, dada por el vínculo que se establece entre democracia y desarrollo. He dicho alguna vez que pienso que esta definición de democracia consagra así el llamado Pacto Social, pero de una manera distinta a la definición clásica. Mientras que en la definición de Hobbes y Rousseau el súbdito entrega parte de su libertad al Estado soberano a cambio de que se le proteja y se le garanticen ciertos derechos, en la concepción más moderna de democracia el ciudadano adjudica legitimidad al gobernante o mandatario a cambio de que se reconozca y respete esa ciudadanía, que no sólo garantiza sus derechos sino también su plena participación en la gestión pública.

En una nota al pie, vale la pena decir que hace un par de meses un grupo de personas dedicada al estudio de documentos históricos con la tecnología más moderna, consiguió descifrar una cantidad de borrones y enmiendas que había en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, revelando que en todos los lugares donde habían tachaduras. Thomas Jefferson había borrado la palabra súbdito y había puesto la palabra ciudadano. Por lo tanto, esta idea es más antigua.

Parece innecesario decir que todo este conjunto de requisitos democráticos no se cumple por completo en ninguno de nuestros países y en ninguna parte del mundo. La democracia es siempre una búsqueda de un ideal nunca realizado, por eso hablamos de un programa ideal al cual se aspira y que siempre puede ser perfeccionado. Pero nos permite comparar los principios de la realidad política que vivimos en nuestra región y ver cuánto se ha avanzado en la construcción de la democracia y el ejercicio de la ciudadanía; cuánto se ha construido la democracia y qué riesgos de retroceso o de destrucción están aún presentes. Porque el desarrollo histórico de la democracia no es lineal, sino que está lleno de avances y retrocesos que en muchos casos son síntomas naturales de un proceso complejo, pero que en otros casos pueden constituir verdaderas rupturas de las bases de la democracia.

Ya he dicho que los procesos electorales han tenido un notable progreso. También se ha normalizado en los últimos años la duración de los gobiernos que en la década de los ‘90 se veían interrumpidos con mucha anticipación. En la primera década de democracia completa en la región, doce gobiernos cayeron o dejaron de funcionar antes de lo previsto, no siendo derrocados sino destituidos de acuerdo con la Constitución. La institucionalidad es frágil, no obstante.

Hay progresos y limitaciones respecto de los derechos humanos que son notoriamente menores que hace unas décadas, pero aún hay limitaciones como el abuso policial, la situación infrahumana de las cárceles, la violencia contra las mujeres, la discriminación hacia grupos vulnerables, la transparencia y la probidad, objeto de legislación especial en muchos países pero todavía con controles insuficientes del ejercicio de la autoridad. Han existido reformas judiciales de importancia, pero el acceso a la justicia es aún limitado y sesgado a favor de los grupos de mayores ingresos.

Todo esto todavía entra en lo que decía sobre avances y retrocesos que son normales en cualquier proceso. Pero quiero poner acento en cuatro aspectos, porque de ellos pueden surgir amenazas que van más allá de lo coyuntural y afectar la existencia misma de la democracia como forma de vida política en la región.

Primero; la pobreza y desigualdad siguen siendo los factores de mayor atraso en América Latina, más allá de los avances de los últimos años. Que más de un tercio de nuestros habitantes siga viviendo en condición de pobreza no corresponde a un continente con nuestro nivel de desarrollo. Que el 1 por ciento de la población se lleve más del 50 por ciento del ingreso nacional no se compadece con el discurso democrático; ni los sistemas tributarios ni las reformas laborales han sido reformadas de manera de propender a una mejor distribución de la riqueza, como lo demuestran los recientes estudios de la OCDE sobre la casi nula variación del coeficiente de Gini, después de los impuestos en nuestra región y en América Latina. El coeficiente de Gini en América Latina antes de impuestos es relativamente parecido al de Europa, pero el de Europa cae 16 puntos y el de América Latina sólo uno.

La pobreza, además, va acompañada de discriminación, tiene género y tiene color. Los indígenas pobres, los afroamericanos pobres, los discapacitados pobres, las mujeres jefes de hogares pobres, son la verdadera realidad de nuestra pobreza. La paradoja es que mientras más se desarrolla la democracia política, se van delineando en el plano económico-social sociedades segmentadas y desiguales en un terreno común donde unos observan el consumo ostentoso de otros mientras carecen de capacidad para imitarlos. Una minoría de mayores ingresos goza de beneficios de salud, de educación y seguridad privada, privilegios al que los demás no tienen acceso pero que pueden ver.

Por otra parte, en sociedades tan desiguales como las nuestras, es común que los sectores dominantes miren con aprensión cualquier proceso de reforma. Los intentos por corregir un proceso democrático por vías no democráticas fueron comunes en nuestro hemisferio en la primera mitad del siglo pasado y, contrariamente a lo que muchos piensan, no se ha extinguido por completo.

Pasada la época de los gobiernos dictatoriales de seguridad nacional, de mucha mayor brutalidad y duración, el llamado “golpe correctivo” parece una opción pretoriana interesante, como lo demostró el reciente golpe en Honduras que muchos intentaron justificar.

El crimen es hoy una amenaza a la democracia, aunque el discurso oficial generalmente pone la prioridad política en otros temas muy importantes: pobreza, crecimiento, desarrollo sustentable. No se habla mucho de crimen en nuestras cumbres de Presidentes, pero la verdad es que la criminalidad, el narcotráfico y la sensación general de inseguridad pública se han ido convirtiendo en una preocupación mayor para la ciudadanía en nuestro continente.

Algunos países de América Latina y el Caribe tienen tasas de homicidios cuatro veces superiores a la media mundial. El aumento del narcotráfico con sus secuelas de lavado de dinero y otros negocios criminales de alta lucratividad, como el tráfico de armas y de personas, han dado origen a verdaderas corporaciones criminales que hoy disputan entre sí el control de áreas territoriales, constituyendo ejércitos del crimen con armamento importado que combate o que lucha por el monopolio de la fuerza en contra de nuestras policías y ejércitos.

La corrupción, mal endémico en algunas de nuestras sociedades, es terreno fértil para la penetración política del crimen organizado que no trepida en recurrir al crimen para enfrentar al que lo combate, pero tampoco en comprar al que está dispuesto a corromperse. Defender la limpieza del poder político es indispensable para asegurar la participación de los ciudadanos, especialmente en los países más vulnerables, de modo de evitar la presencia del narcotráfico y el crimen organizado en la actividad pública.

Frente a tan graves problemas, constatamos Estados débiles y mal financiados. Nuestros Estados asumen, por voluntad de sus ciudadanos y con exageradas promesas electorales, tareas en materia social y de seguridad que no están en condiciones de cumplir porque carecen tanto de los recursos necesarios como de instituciones suficientemente fuertes y confiables para gastarlos. La reforma del Estado pasa por una reforma fiscal que aumente los recursos y, a la vez, se transforme en una modalidad legítima de redistribución, como ocurre por lo demás en todos los países del mundo desarrollado. Un amigo me comentaba al respecto que conocía a una gran cantidad de gente que quería vivir como los daneses, pero pagando sólo un 10 por ciento de los impuestos comparado con el 53 por ciento que pagan ellos, lo cual hace completamente imposible ese deseo. No estoy diciendo que sea un tema de cobrar más dinero, sino de desarrollar una institucionalidad dispuesta a gastar de manera eficiente, y este es un proceso que toma varios años.

Por último, y como preocupación en el marco de una lucha política que es legítima, va adquiriendo fuerza una cierta falacia democrática: el que tiene la mayoría tiene derecho a cambiar el sistema según su parecer, con desprecio por la participación y los derechos de las minorías. Siempre está la tentación de “cumplir una tarea” o de enfrentar crisis urgentes en la sociedad, pero al cambiar las instituciones con estos fines se debilita la institucionalidad y, por ende, la democracia que se dice defender.

Aquí preocupa de manera especial la tentación de llegar a controlar al poder judicial, de cuya independencia depende ni más ni menos la subsistencia del estado de derecho. La tendencia a judicializar la política ya es de por sí negativa, pero finalmente es un proceso que ocurre naturalmente. Si además de esto un sector controla la judicatura, se altera de manera ilegítima el equilibrio político de la sociedad.

Yo pongo énfasis en estas tendencias negativas para poder concluir con una evaluación que es positiva, pero con una advertencia: en un reciente libro sobre la democracia, Charles Tilly –uno de los grandes pensadores, a mi juicio, de las ciencias sociales de nuestro tiempo- alude a tres grandes procesos que van dando forma a la democracia, y que no son los que habitualmente consideramos pero cuya permanencia o reaparición nos indican si efectivamente hay un clima propicio a la democracia o bien si hay un retroceso hacia su destrucción.

El primer indicador de esos síntomas es lo que Tilly llama “la supresión de los poderes al margen del Estado”, en alusión a lo que en algunos países se conoce como los poderes fácticos. Si al margen del Estado existen fuerzas capaces de hacer valer su propio poder, el Estado democrático no puede existir.

El segundo factor es lo que él llama “la eliminación de las desigualdades categóricas”, es decir de aquellas formas de división en la sociedad que se consideran perdurables más allá del esfuerzo, la inteligencia o la capacidad de los individuos. La “sociedad de castas” es el mejor ejemplo de un sistema de desigualdades categóricas.

El tercer elemento radica en lo que él llama “la creación de consensos básicos”. Tilly habla de las confianzas básicas en torno al sistema de gobierno y gestión que los ciudadanos se dan entre sí. No cabe duda que en nuestras sociedades se han hecho progresos importantes en las tres direcciones; pueden ser incompletos, pero uno debe reconocer que en los últimos años, por ejemplo, la capacidad de los poderes fácticos ha disminuido de manera sustantiva; aún subsisten, especialmente en el plano económico, pero en otros planos –donde eran tremendamente poderosos y rígidos, como en el militar o religioso- hoy ya no existen como poderes independientes dentro de la sociedad.

Las desigualdades categóricas de raza y género, por otra parte, subsisten como factor objetivo de pobreza y discriminación, pero han sido eliminadas al menos en nuestras legislaciones, y se han tomado un conjunto de medidas para integrarlos a la sociedad. Finalmente, en los años ’90, se alcanzaron consensos básicos que dieron lugar a regímenes democráticos electorales que incluían el respeto a las minorías y constituyeron avances significativos en materia de derechos humanos.

Sin embargo, a la luz de la evaluación que hemos hecho antes y de los cuatro temas que he planteado, no puedo si no preguntarme si en Estados débiles y dotados de pocos recursos, no es descartable el resurgimiento de poderes independientes. Hay sectores y grupos criminales que controlan partes de la sociedad o determinados territorios; hay verdaderas castas en materia de educación y de seguridad privada a la cual no tienen acceso todos los ciudadanos, y existen por tanto –querámoslo o no- diferencias categóricas que todavía están presentes; y lo que es peor, se han ido perdiendo de alguna manera los consensos básicos. Hay un fenómeno de polarización en muchos de nuestros países donde al parecer la política pasa a ser el todo o nada entre sectores confrontados, olvidando las reglas básicas del juego de la política.

Termino entonces con esta advertencia: creo que la democracia en América Latina ciertamente ha progresado mucho y los logros históricos que hemos alcanzado en los últimos veinte años están allí para considerarlos. Pero en este período de grandes posibilidades, el riesgo de deconstrucción de la democracia – o de destrucción, si se prefiere- está presente por estos factores y otros en los que probablemente ustedes podrán reflexionar.

Muchas gracias