Discursos

JOSÉ MIGUEL INSULZA, SECRETARIO GENERAL DE LA ORGANIZACION DE LOS ESTADOS AMERICANOS
LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN EN LAS AMÉRICAS ASOCIACIÓN INTERAMERICANA DE RADIODIFUSIÓN

4 de mayo de 2009 - Washington, DC


Al hablar de libertad de expresión estamos en realidad hablando de democracia. Sabemos que la democracia es un sistema que sólo existe si existen todas sus partes y que cada una de esas partes es igualmente importante. Sin embargo, me atrevo a decir que si entre el conjunto de elementos que componen la democracia existiese uno sin el cual el resto perdería sentido, esa sería la libertad de expresión.

La libertad de expresión es, en primer lugar, el complemento necesario de la libertad de pensamiento y no puede estar separado de ella. Proclamar la libertad de pensamiento, esto es la capacidad del ser humano de arribar por vía propia a opiniones y creencias, e impedir al mismo tiempo que esas opiniones o creencias sean expresadas, es equivalente a negar la libertad misma de pensar.

La libertad de expresión es, por otra parte, información y conocimiento. Todas las restantes libertades pueden ser otorgadas, pero si no son conocidas por su destinatario, el pueblo, es como si no existiesen. La libertad de expresión es esencial para garantizar una adecuada participación política, para lograr una efectiva inclusión de los distintos sectores de la población y para ejercer un control democrático de las actuaciones de los poderes públicos. La libertad de expresión permite que las personas puedan formarse su propia opinión política, compararla con la de otras personas, evaluar libremente su adhesión a una u otra postura dentro del espectro político y tomar decisiones informadas en los asuntos que les conciernen.

La libertad de pensamiento y expresión es una, pero a la vez múltiple en sus manifestaciones. Pertenece a los seres humanos, no al poder. Por ello es un derecho de todos los ciudadanos y se expresa en todos los ámbitos del quehacer social. De ahí que pensar y expresarse libremente es un derecho que debe poder ejercerse tanto a través de los medios de comunicación masiva como en el seno de la familia; en la academia pero también en el trabajo; en los partidos políticos y en las instituciones religiosas; en los sindicatos, pero de igual forma en las instituciones castrenses. En todas estas esferas existe un ámbito individual que en algunos casos puede llegar incluso a ser dominante; pero en todos existe también un aspecto público que afecta e influye sobre el resto de la sociedad. Por eso es que esa libertad no debe ser coartada en ningún ámbito ni en función de ningún otro fin.

Por todo ello la libertad de expresión no es sólo un atributo de la democracia sino un derecho humano fundamental. Se expresa en una dimensión individual como el derecho de cada persona de expresar su pensamiento y de difundir información sin impedimentos, y también en una dimensión social o colectiva, como el derecho de las demás personas de conocer la expresión del pensamiento ajeno y de recibir información.

El ejercicio de este derecho, no obstante parecer simple, obvio y natural, nunca lo ha sido. Por el contrario: lograr que la libertad de expresión sea aceptada y practicada en la sociedad ha significado siempre esfuerzos, sacrificios y, en no pocas ocasiones, martirios que no siempre son adecuadamente recordados.

Desde los filósofos de la Grecia clásica, aquella que creó la democracia, y que a menudo fueron maltratados, exiliados y muchas veces ejecutados por difundir sus ideas, pasando por la Francia revolucionaria de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que en 1793 aprobó una ley conforme a la cual se podía condenar a muerte a autores de escritos que provocaran la desobediencia a las leyes y órdenes del Estado, hasta llegar a nuestros días en que los escritores pueden ser condenados a muerte por los dichos expuestos en una novela, a lo largo de la historia la actividad de expresarse y comunicar a los demás ideas o sentimientos ha tendido a ser considerada peligrosa por el poder y, por lo tanto, a ser reprimida.

Nuestra región no ha sido la excepción de este fenómeno. En épocas recientes, dictaduras y guerras civiles tuvieron como consecuencias situaciones graves de violación a la libertad de pensamiento y expresión. Los dictadores, que conocían bien el poder de la información, clausuraron medios de comunicación y establecieron métodos de censura previa. Los medios que se arriesgaron a informar corrieron el riesgo de verse silenciados, lo que efectivamente ocurrió muchas veces.

El estado de la democracia, por fortuna, ha cambiado radicalmente durante los últimos años en nuestra región. Actualmente los gobiernos de todos los Estados que son miembros activos de la OEA han sido elegidos democráticamente y en muchos casos esas elecciones han dado lugar al traspaso del mando entre fuerzas políticas muy opuestas entre sí, sin que este hecho tuviera consecuencias que afectaran a la democracia.

Por otra parte la mayor parte de estos mismos Estados consagran en sus constituciones -o en normas jurídicas con jerarquía especial- la libertad de expresión como un derecho fundamental y la dotan de una serie de garantías reforzadas, destinadas a asegurar su plena vigencia. Un número considerable de Estados Miembros de la OEA, igualmente, han derogado los delitos de desacato y algunos han modificado sus leyes penales para evitar la criminalización de la expresión crítica o disidente. El proceso de incorporación de leyes de acceso a la información ha sido realmente vigoroso, y aunque la impunidad sigue siendo un problema muy grave, en algunos de estos Estados se han impulsado medidas legislativas, administrativas y judiciales destinadas a afrontarla, creando sistemas de protección para los periodistas.

No obstante todos estos avances, sin embargo, aún queda bastante camino por recorrer para alcanzar una plena vigencia de la libertad de expresión en nuestro continente. Uno de los problemas más repudiables y que requiere una acción inmediata es la violencia contra periodistas y medios de comunicación. Al menos nueve comunicadores sociales fueron asesinados en la región durante 2008 por razones que podrían estar vinculadas al ejercicio de la labor periodística. El asesinato es la forma más brutal y violenta de vulnerar el derecho a la libertad de expresión y de detener la difusión de información y el libre flujo de ideas.

A estos lamentables hechos se suman, durante el mismo año, al menos dos centenares de denuncias sobre agresiones, amenazas y actos de intimidación contra periodistas y medios de comunicación presuntamente vinculados al ejercicio de la libertad de expresión. Las fuentes de estos crímenes y amenazas son diversas. Por fortuna son cada vez menos aquellas que se originan en los poderes del Estado, pero por desgracia son cada vez más las que provienen de nuevos poderes de hecho, que apremian a nuestras sociedades. Entre ellos, el crimen organizado es el principal.

Una investigación publicada por la Relatoría Especial de la OEA en 2008 acerca de los asesinatos de periodistas y comunicadores sociales en el período 1995-2005, permitió identificar 157 muertes ocurridas en 19 países de la región, por motivos que pudieran estar relacionados con el ejercicio del periodismo. La misma Relatoría Especial pudo observar que, pese a que han existido algunas decisiones judiciales que individualizan y condenan a los responsables, las investigaciones iniciadas son en su gran mayoría excesivamente lentas y cuentan con serias deficiencias en su desarrollo, hasta el punto que no han permitido el esclarecimiento de los hechos ni la sanción a los responsables. Sólo en 32 de los 157 casos estudiados se dictó algún tipo de sentencia condenatoria.

La impunidad de los asesinatos, agresiones y amenazas genera a menudo una situación preocupante de autocensura. Cuando los Estados no garantizan su seguridad, los periodistas tienen que elegir entre continuar poniendo en riesgo sus vidas -y muchas veces las de sus familiares-, o bien abandonar sus investigaciones y dejar de informar sobre determinados temas. Ello impacta de manera importante no sólo a la libertad de expresión de los comunicadores, sino también la de la sociedad, que deja de tener acceso a información que le concierne. Se afecta también así el proceso democrático, por cuanto el control democrático no puede operar, al menos no plenamente, cuando existe una situación de autocensura.

Otro tema que debe preocuparnos es el de los procesos penales y de privación de libertad a periodistas. Debo decir que tales procesos penales son posibles porque muchos Estados de la región no han adecuado su legislación penal a los estándares internacionales sobre la materia. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha señalado que el tipo penal de desacato, que otorga especial protección al honor y reputación de los funcionarios públicos, es incompatible con el derecho a la libertad de expresión, pues en una sociedad democrática los funcionarios públicos, en lugar de recibir tal protección especial, deben estar expuestos a un mayor nivel de crítica que posibilite el debate público y el control democrático de sus actuaciones.

Asimismo, con relación a los tipos penales de difamación, calumnia e injuria, los estándares del sistema interamericano de protección de los derechos humanos han establecido que no es proporcional que en una sociedad democrática se sancionen penalmente las ofensas al honor y reputación derivadas de la difusión de información sobre asuntos de interés público. Los procesos penales como consecuencia de la difusión de información de interés público desincentivan la investigación y discusión de temas relevantes para la sociedad e inhiben la crítica, lo cual impacta negativamente en la democracia. La protección del honor y reputación en esos casos debe garantizarse mediante sanciones civiles proporcionadas, y por medio del derecho de rectificación o respuesta.

Es cierto, como comenté al comenzar, que la mayoría de los Estados de nuestra región han derogado las leyes de desacato, e incluso algunos han reformado las normas penales sobre calumnia e injuria cuando se trata de asuntos de interés público. También es verdad que en algunos lugares en los cuales dichas normas persisten, los tribunales han adoptado criterios restrictivos para el enjuiciamiento criminal de periodistas y comunicadores por la emisión o divulgación de expresiones o informaciones de interés público. Sin embargo todavía resulta usual en muchos de nuestros países la denuncia criminal contra periodistas o comunicadores por la publicación de opiniones o informaciones relacionadas con casos de corrupción o cuestiones de interés público, y los demandantes son, a menudo, servidores públicos en ejercicio.

En la mayoría de los casos que se presentaron durante el año pasado, los procesos penales fueron desestimados, pero los periodistas estuvieron bajo la presión de estar sometidos a este tipo de procesos, al pago de los abogados y a las medidas restrictivas que pueden acompañar estos procedimientos. En otros casos los jueces condenaron a los periodistas y, al menos en tres oportunidades, las condenas penales se hicieron parcial o totalmente efectivas. Estas situaciones pueden tener un efecto silenciador entre los periodistas, incompatible con las sociedades democráticas.
Existen, además, otros métodos más sutiles de presión sobre medios con líneas editoriales críticas que, por desgracia, son utilizados por el poder público en nuestra región. Se trata de métodos indirectos, mucho más difíciles de detectar y denunciar, pues se ejercen bajo la apariencia de un ejercicio legítimo del poder. Ello ocurre, por ejemplo, cuando en igualdad relativa de condiciones se otorga toda o la gran mayoría de la publicidad oficial a medios que apoyan al gobierno. Ese mismo respeto a la legalidad, pero irrespeto a la norma democrática, la encontramos también cuando se aplican potestades gubernamentales legales con el único fin de silenciar medios de comunicación adversos.

Pero el Estado no es la única fuente de restricciones a la libertad de expresión, pues también lo es, y de manera muy determinante, la concentración de la propiedad de los medios. Cuando se arriba a una circunstancia de ese tipo, frecuentemente las personas no reciben todas las perspectivas de los asuntos que les conciernen, lo que por cierto no contribuye a la efectiva vigencia de la libertad de expresión y de la democracia, que implica pluralismo y diversidad.

La Corte y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han señalado claramente que los monopolios u oligopolios en la propiedad y control de los medios de comunicación atentan gravemente contra el derecho a la libertad de expresión. En consecuencia, es obligación de los Estados sujetar la propiedad y el control de los medios a leyes generales antimonopólicas para evitar la concentración de hecho o de derecho que restrinja la pluralidad y diversidad que asegura el pleno ejercicio del derecho a la información de los ciudadanos.

Asimismo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha planteado que las asignaciones de radio y televisión deben considerar criterios democráticos que garanticen una verdadera igualdad de oportunidades de acceso para todos. En ese sentido ha considerado fundamental el reconocimiento de las llamadas radios comunitarias y ha señalado, por ejemplo, que las subastas que contemplen criterios únicamente económicos o que otorguen concesiones sin una oportunidad equitativa para todos los sectores, son incompatibles con la democracia y con el derecho a la libertad de expresión e información garantizados en la Convención Americana sobre Derechos Humanos y en la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión.

El derecho a estar informado, la otra cara del derecho de expresión, también sufre restricciones en nuestro continente. Su principal limitación son las barreras de acceso a la información que se genera o es controlada por el Estado. En muchos Estados de nuestra región impera una cultura de secretismo y de falta de transparencia. Las instituciones públicas parecen no estar organizadas estructuralmente de manera de poder hacer efectivo el derecho a la información de los ciudadanos. Los funcionarios públicos tienden a manejar toda la información como secreta y los ciudadanos en general no son conscientes de su derecho a estar informados de lo que hacen sus gobernantes y representantes.

Hace un par de años la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió por primera vez una sentencia mediante la cual se reconoció que el acceso a la información forma parte del derecho a la libertad de expresión. En la sentencia se hizo referencia a importantes principios sobre la materia que deben ser incorporados en las legislaciones, entre ellos: máxima divulgación; obligación de los Estados de regirse por los principios de publicidad y transparencia en la gestión pública para que las personas ejerzan control democrático sobre ella; existencia de una obligación positiva de los Estados de suministrar la información que se les solicita; deber de los Estados de no exigir a quien solicita información que acredite un interés directo en ella; y obligación del Estado de dar respuesta fundamentada en aquellos supuestos en que pueda limitar el acceso a la información solicitada.

Puedo decir, como conclusión de este breve recorrido por las características actuales de la libertad de expresión en nuestro continente, que si bien es mucho lo que hemos avanzado durante los últimos años -porque también es mucho lo que hemos avanzado en el terreno de la consolidación de la democracia- aún no podemos sentirnos orgulloso de lo realizado. Y es que no podemos sino admitir que también es mucho lo que resta por hacer.

Es un gran desafío sin duda el que tenemos por delante, pero es un desafío hermoso y, sobre todo, un desafío en el que podemos resultar vencedores si nos aplicamos todos juntos a la tarea: comunicadores, gobiernos y sociedad civil. Y sobre todo si nos aplicamos a ese esfuerzo con la convicción de que sólo mediante la libre expresión y circulación de ideas será posible construir una sociedad libre. De que sólo mediante la discusión abierta y la información sin barreras será posible buscar respuestas a nuestros grandes problemas, crear consensos, permitir que el crecimiento beneficie a todos, ejercer la justicia social y avanzar en el logro de la equidad.

Una parte importante del esfuerzo, quizá la más importante, recae en quienes han asumido la noble tarea de comunicar. Por eso deseo a todos los integrantes de la Asociación Interamericana de Radiodifusión mucho éxito en su permanente afán por hacer de la libertad de expresión una práctica cotidiana en nuestras sociedades.