Discursos

JOSÉ MIGUEL INSULZA, SECRETARIO GENERAL DE LA ORGANIZACION DE LOS ESTADOS AMERICANOS
DEBATE TEMATICO SOBRE “DESIGUALDAD” EN LA ORGANIZACIÓN DE NACIONES UNIDAS

8 de julio de 2013 - Nueva York


Su Excelencia Vuk Jeremic Presidente de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas;
Su Excelencia Ban Ki-Moon, Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas;
Su Excelencia Carolyn Rodrigues-Birkett, Ministra de Relaciones Exteriores de Guyana;
Sra. Alicia Bárcena, Secretaria Ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe,
Distinguidos representantes del Banco Interamericano de Desarrollo y de las Agencias del Sistema de Naciones Unidas
Sras. y Sres. Embajadores y Representantes Permanentes
Apreciados amigos;

Quiero comenzar agradeciendo muy sinceramente al Presidente de la Asamblea General de la ONU, Vuk Jeremic, por la importante iniciativa que ha tenido al convocar a este Debate Temático. Es una convocatoria más que oportuna, cuando numerosos países del mundo han presenciado recientemente movimientos de protesta que se atribuyen a una percepción generalizada de desigualdad.

Aunque provocadas por eventos circunstanciales muy distintos (el desempleo, la falta de vivienda, los efectos de la crisis económica, la demanda por mejor educación, la criminalidad o hasta el alza de tarifas del transporte público), estas movilizaciones tienen características similares y nuevos protagonistas: se trata de movimientos masivos, que reúnen a variados actores sociales, muy especialmente a jóvenes; no son convocadas por partidos políticos, organizaciones sindicales o grupos sociales conocidos; y la mayoría de sus protagonistas no provienen de los sectores sociales más excluidos. Su tema común está en la exigencia de que, en el estado de desarrollo de sus países, tienen derecho a una mejor distribución del ingreso o de los beneficios sociales que el Estado les puede proporcionar. Lo que está detrás de estas protestas es la demanda ciudadana de igualdad económica, política y social.

Provengo, como Uds. saben, de una región del mundo que tiene una de las peores situaciones en esta materia. América Latina ha conseguido, con el esfuerzo sostenido de sus gobiernos, reducir sustantivamente la pobreza en los últimos años; pero ese importante logro sólo ha sido acompañado muy marginalmente de una reducción de la brecha entre los ingresos más bajos y más altos de la sociedad. Los países latinoamericanos mantienen los coeficientes de Gini más negativos del mundo, mientras que en América del Norte también se incrementó sistemáticamente la desigualdad en las últimas cuatro décadas.

La paradoja es que, si proyectamos las cifras de los últimos años, la esperanza de alcanzar finalmente la eliminación de la pobreza en casi todo el mundo parece al alcance de la mano, pero este logró más que histórico va acompañado de que la brecha de ingreso entre los más ricos y los más pobres de la sociedad se mantendrá o se hará mayor. Y peor aún, si examinamos las cifras más en detalle, descubrimos que los quintiles de análisis tradicional ocultan una realidad más dramática: el 1% más rico de los ciudadanos del planeta ha más que duplicado su riqueza en la última década, aumentando cada vez más su participación en el ingreso nacional de sus países. Según estudios recientes, ese 1% ha llegado a controlar el 39% del Producto Mundial, y el 10% más rico el 83%. Al mismo tiempo, más 2.700 millones de personas viven con menos de dos dólares al día.

Desde este punto de vista, la expresión “clase media”, que se usa de manera cada vez más frecuente, oculta una verdad económica más compleja y una realidad social más explosiva. Una sociedad en que un número muy importante de ciudadanos perciben que los más ricos acceden a niveles de consumo y servicios a los que ellos no tienen ninguna esperanza de optar, es por definición una sociedad inestable, especialmente cuando los medios de comunicación social se diversifican, como ocurre en nuestro tiempo, y ya cada uno sabe cómo vive el otro.

Aunque la pobreza ha disminuido a un 30% de la población de América Latina, la cifra es aún alta para una región con nuestro nivel de desarrollo. Pero, asimismo, entre las poblaciones que viven en la pobreza, están sobrerrepresentados los indígenas, los afrodescendientes y los habitantes rurales. La discriminación de género también se presenta de manera importante. Esto evidencia que la pobreza y la exclusión social afectan en mayor proporción a las poblaciones en situación de vulnerabilidad, profundizando así la inequidad y la desigualdad.

El empleo informal alcanza niveles del 50% de la Población Económicamente Activa (PEA), y afecta especialmente a mujeres y jóvenes. La heterogeneidad estructural se incrementa debido a que los sectores de alta productividad representan un menor porcentaje de la ocupación formal, acentuándose las persistentes brechas salariales entre los más y menos calificados y según el sector laboral dentro del cual se desempeñan.

A todo esto hay que agregar la inequidad en el acceso y calidad de los servicios sociales básicos. La desigualdad no es solamente un asunto de distribución, porque también existen hoy tremendas desigualdades en la calidad de la educación, el acceso a la salud, la calidad de la vivienda y hasta la seguridad pública, que es un servicio social que se exige cada vez más: el número de guardias de seguridad privados en muchos países es mayor al de policías y agentes estatales.

Sólo el 46% de la población ocupada está afiliada a la seguridad social, y el quintil más pobre presenta niveles de afiliación cercanos al 20%, mientras que más rico llega al 58%. Un 36% de los hogares de America Latina no posee ningún tipo de protección social, ni siquiera "no contributiva".

La región presenta brechas educativas en varios de los niveles de la educación y una estratificación de la calidad de la oferta. El 24% de los/las jóvenes del quintil más pobre termina la secundaria, mientras que en el quintil más rico la terminan el 83%, y existe además un cierto grado de herencia del capital educativo. A ello se une que más de 250 millones de personas en las Américas carecen de un seguro de salud.

De todo lo anterior, cabe resaltar el vínculo importante entre la desigualdad y la gobernabilidad de nuestros países. Al revisar recientes informes, preocupa conocer las percepciones negativas de la población sobre la justicia distributiva en sus países. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de Naciones Unidas -que es, dicho sea de paso, la fuente de información indispensable en estos temas-, “en 2011, el 79% de la población regional opinaba que la distribución del ingreso en su país era muy injusta o injusta”. La percepción de injusticia distributiva y la desconfianza en los poderes públicos han crecido en la última década.

Ello -sigo citando a CEPAL- pareciera indicar “la persistencia de un profundo malestar ciudadano con el modo en que funcionan las instituciones y se distribuyen los bienes económicos, sociales y políticos en los países. A su vez, la asociación entre la desigualdad medida objetivamente y el malestar con dichas instituciones también indica el carácter conflictivo que en las sociedades latinoamericanas tienen, o pueden tener, los altos niveles de concentración de la riqueza y de diferenciación social prevalecientes”.

Cuando se explican las causas de la creciente desigualdad, es habitual que se la atribuya a factores “positivos” del crecimiento económico, como la mucha mayor demanda y altos salarios de los profesionales calificados, el premio al talento, el riesgo y la innovación, el paso a una competitividad global dado por el mayor acceso a mercados, etc. Todo esto puede ser real, aunque hay que considerar también que no existe, en la mayor parte del mundo, una verdadera igualdad de oportunidades, sino más bien una transferencia de posiciones ventajosas por vía familiar y grupal, que hace que la mejor explicación para la riqueza sea proceder de una familia rica, o al menos acomodada o en condiciones de proporcionar una buena educación. La movilidad social es mucho menor de lo que se presenta en muchos países, limitada precisamente por los factores de calidad de educación y acceso que están en la base de la desigualdad.

Pero aún si se acepta que la desigualdad es provocada por las cambiantes condiciones del mercado, es claro que no encontraremos en el mercado las soluciones para enfrentarla. El incremento sostenido de la desigualdad se produce en las últimas cuatro décadas, cuando se comenzó a proclamar por algunos que “el Estado es parte del problema, no de la solución”. Para poner un caso, en 1970 el 1% de los norteamericanos obtenía el 9% del ingreso nacional, mientras la cifra era de 23,5% en 2007. No hay que hacer el discurso del anti neoliberalismo para concluir que el mercado libre no distribuye con justicia y que para ello es indispensable contar con políticas públicas adecuadas.

El problema no es simple de resolver porque, como hemos visto, una mayor igualdad no se obtiene como producto del crecimiento económico. Como ha mostrado recientemente Larry Summers, no es que las clases medias se queden estancadas mientras sus economías crecen; al contrario, ellas también crecen, pero lo hacen a un ritmo menor -en realidad, mucho menor- que los sectores de más altos ingresos. Como resultado, la brecha sigue creciendo, aunque la condición de vida de todos mejore. Y es difícil crear, en una economía de mercado, una situación en la cual los ingresos de los sectores de bajos aumenten más rápido que los de aquellos que controlan el proceso productivo y tienen los empleos más competitivos.

Para lograr una reducción de la desigualdad, por lo tanto, se requieren políticas públicas que reduzcan la diferencia de oportunidades, aumentando en cambio la movilidad social a través de mejor educación, salud, acceso al crédito en condiciones de igualdad, servicios de vivienda y transporte y seguridad pública.

Es importante recordar sin embargo que el proceso de aumento de la desigualdad - como mencione anteriormente - comenzó de manera consistente hace algo más de cuarenta años, cuando se inició una reducción sistemática de impuestos a los sectores más pudientes, con el pretexto de aumentar las tasas de inversión; junto con las políticas anti-sindicalistas y contrarias a la negociación colectiva, que tenían por objeto aumentar la competitividad reduciendo los costos de la mano de obra.

El desafío de lograr una distribución más justa está en la formulación de políticas públicas que incluyan un conjunto de políticas sociales efectivas y también reexaminen ajustes laborales y tributarios, de manera compatible con el crecimiento económico, pero defendiendo los intereses de los sectores más vulnerables.

El desarrollo de esas políticas enfrenta hoy, además, un obstáculo adicional, que complica las tareas de los expertos que escucharemos hoy. Ese obstáculo está en la pérdida de confianza en las instituciones que afecta a muchos de nuestros países, que hace difícil acometer cambios que signifiquen un aumento de recursos para financiar las políticas públicas y fortalecer las instituciones. Recuperar esa confianza reformando profundamente nuestras instituciones es el gran desafío de la clase política de nuestro hemisferio y de casi todo el mundo.

Muchas gracias.