Desde que entregamos el Informe sobre “El problema de Drogas en las Américas”, en abril del presente año, he tenido la oportunidad de presentarlo muchas veces. Sin embargo, esta es la primera vez que lo examina un público directamente involucrado en el tema de los Derechos Humanos. Por ello esta oportunidad es especialmente estimulante y esperamos sacar, del diálogo que ustedes van a sostener a continuación, importantes conclusiones para nuestro trabajo futuro.
El Informe nos fue encargado por la VI Cumbre de Jefas y Jefes de Estado de las Américas, ante la evidencia de que las políticas para eliminar el narcotráfico en las últimas décadas han fracasado, hasta el punto de que, lejos de reducirse, se extiende a toda la región y ha terminado por constituirse en amenaza a la integridad de los Estados.
Teniendo esos elementos en consideración, se nos pidió analizar los resultados de la actual política de drogas en las Américas y explorar nuevos enfoques para fortalecer y ser más efectivos en el enfrentamiento del problema.
Nuestro Informe reconoce el carácter hemisférico del tráfico y consumo de drogas, pero reconoce también que sus distintos aspectos (cultivo, producción, tránsito, venta, consumo), aunque presentes en todos los países, los afectan de manera diversa.
Así, mientras el uso de drogas se da en todas partes, sus efectos en términos del número de las personas afectadas son mayores en los países de Norteamérica, donde aún el consumo es más frecuente. Sin embargo, ese consumo está aumentando en otros países y es especialmente preocupante en algunos países de América del Sur, donde la pasta base y el crack hacen estragos especialmente entre los jóvenes.
Por contraste, el impacto en la economía, las relaciones sociales, la seguridad y la gobernabilidad democrática es mayor en los países de cultivo, producción y tránsito situados en el Sur y en América Central, México y en el Caribe. En los países de Norteamérica, que son los principales lugares de destino final de las sustancias traficadas, esas manifestaciones son mucho menores.
Desde la perspectiva del valor generado en cada una de las etapas o partes que componen la economía ilegal de drogas (cultivo, producción, tránsito y venta), la venta es indudablemente aquella en que se generan mayores volúmenes de ingresos y ganancias, alcanzando al 65% del total generado, en tanto que los cultivadores y productores originales generan y perciben sólo alrededor de un 1%.
Paul Simons presentara esta mañana los principales aspectos de nuestro Informe. Permítanme por ello hacer algunos comentarios desde el punto de vista de derechos humanos. Quiero plantear de manera muy breve algunos temas, ligados cada uno a las conclusiones de nuestro Informe.
El primero tiene que ver con la obligación del Estado democrático de enfrentar eliminación de la violencia y la inseguridad asociada a la actividad de bandas del delito organizado y cumplir así con su obligación esencial de proteger a sus ciudadanos.
La acción criminal asociada a la producción y principalmente al tránsito de las sustancias hacia los países y mercados de consumo final, es abrumadoramente mayor y más alarmante que aquella que generan la venta al detalle y los consumidores. Esa violencia criminal es practicada principalmente por bandas de delito organizado de carácter transnacional, que pueden llegar a realizar actos de barbarie extrema y han diversificado sus actividades para cubrir una amplia gama de delitos además del narcotráfico (tráfico ilícito de personas, armas, dinero, órganos, piratería intelectual, contrabando, secuestro y extorsión).
La inseguridad originada por la actividad de estas bandas o “carteles” afecta a los ciudadanos en su integridad física y en su patrimonio, y a la sociedad en su conjunto, generando situaciones de corrupción que debilitan a las instituciones civiles y estatales y pueden afectar la gobernabilidad democrática de los países. La impunidad y la corrupción estimulan la violencia por cuanto permiten que los delincuentes actúen sobre seguro, sin preocuparse de las penas que puedan recibir, aunque ellas aparezcan nominalmente altas.
Es la falta de estado de derecho lo que mejor explica los altos índices de violencia por parte de las organizaciones criminales y el hecho que ellas dominen territorios e influyan sobre las decisiones públicas. Por lo mismo, es allí en donde debe
ponerse el acento para terminar o a lo menos reducir drásticamente la situación de inseguridad que afecta a los ciudadanos.
El Estado no puede abdicar de esta obligación de proteger la vida, la libertad y el bienestar de sus ciudadanos, amenazada por la violencia criminal organizada. La violencia criminal que de manera directa ejercen los clanes criminales de regiones y barrios de nuestros países, viola los derechos considerados en los Artículos 3 y 4 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y al Artículo 1 de la Declaración Americana de Deberes y Derechos del Hombre, que hablan de la vida, la seguridad y la libertad de las personas, así como aquellos derechos relativos a su condición de ciudadanos y a las condiciones que deben prevalecer para que puedan ejercerlos.
La libertad de expresión es afectada cuando en América Latina se asesina y amedrenta a periodistas con tanta frecuencia. El acceso a la justicia es afectado cuando las víctimas o testigos que denuncian crímenes son objeto de la venganza impune de las bandas. El control de sectores de nuestros países por parte del narcotráfico convierte a los ciudadanos que viven en ellos en victimas recurrentes de violación de sus derechos.
En estos y otros sentidos, es posible afirmar que muchos de nuestros estados no cumplen con esta obligación básica, afectando así los derechos de todos quienes son víctimas de la violencia.
Muchas veces, sin embargo, y sobre todo en países en que el Estado manifiesta grados importantes de debilidad, se confunden las políticas de fortalecimiento del estado de derecho con políticas que parten de la premisa de que es posible negar derechos para fortalecer el Estado de Derecho. La lucha contra el narcotráfico no puede llevarse a cabo por medio de políticas que constituyan o puedan violar las libertades civiles.
Sin embargo, los Convenios que se han referido al tema de las drogas hacen poca referencia a estándares de justicia basados en principios de derechos humanos. Las Convenciones internacionales sobre Drogas en el marco de ONU de 1961, 1971 y 1988, solo mencionan una vez en forma expresa la necesidad de aplicar criterios basando en el respeto a los Derechos Humanos: el articulo 14 Convención 1988 sobre erradicación de cultivos. La omisión existe igualmente presente en las legislaciones nacionales. Y por el contrario, a menudo se pasan a llevar principios garantistas del derecho procesal: debido proceso (países en los cuales quienes incurren en delitos relacionados con droga son sometidos a sistemas de justicia paralelos que no son fiscalizados ni cumplen con estándares mínimos internacionales); desproporción de la pena en materia de posesión/consumo; violación del principio de presunción de inocencia, al invertirse la carga de la prueba cuando se supera el umbral establecido para configurar el delito de tráfico de drogas; detenciones sin límite de tiempo o causal establecida en la ley; etc.
Otros asuntos ligados a la obligación sólo parcialmente cumplida por nuestros Estados en materia de derechos humanos son el aumento explosivo de la población penitenciaria, el impacto social y ambiental de programas de erradicación; el desplazamiento de poblaciones, que lleva consigo el desempleo y la pobreza; y otros efectos del enfoque represivo con que se enfoca el problema.
Hay, en efecto, una relación clara entre la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades, con el problema de la droga.
En lo relativo al consumo de sustancias controladas, nuestro Informe establece que éste, si bien transversal a toda la sociedad, tiende a ser proporcionalmente mayor en los sectores vulnerables. Por el tipo de consumos en estos sectores (inhalables, cocaínas fumables), las personas afectadas suelen correr mayores riesgos a la vez que por su misma condición de marginalidad suelen tener un menor acceso a procedimientos de tratamiento y rehabilitación.
Por otra parte, la mayoría de quienes actúan como productores, traficantes y comerciantes de drogas, incluidos los sicarios de las bandas del delito organizado, son personas provenientes de áreas vulnerables de nuestras sociedades y en la mayoría de los casos han sido objeto de desigualdad de oportunidades, baja escolaridad y pobreza familiar.
Por ello sostenemos que la reducción o eliminación de la violencia e inseguridad asociadas a la venta de drogas, tal como se hace presente en barrios y zonas socialmente vulnerables de América Latina y el Caribe, está relacionada con la reducción de esa condición de vulnerabilidad social y demanda una atención integral del Estado y la sociedad civil en los ámbitos de la educación, el empleo, la igualdad de oportunidades y la habitabilidad urbana.
La reducción o eliminación de la violencia y la inseguridad asociada al consumo está relacionada con acciones destinadas a prevenir el uso de drogas y, en lo relativo a usuarios o dependientes de drogas, a su trato como personas afectadas por una enfermedad crónica o recurrente y convertirlos en objeto de tratamiento y rehabilitación.
Con relación al consumo de drogas como problema establecemos que éste requiere un enfoque de salud pública en todos nuestros países, con más recursos y programas para tener éxito. Este enfoque incluye la promoción de estilos de vida saludables, la protección de los usuarios con medidas para limitar la disponibilidad de sustancias psicoactivas, la prevención, el tratamiento, la rehabilitación y la reinserción social. El cambio fundamental en esta materia radica en la consideración del usuario como una víctima, un adicto crónico y no como un delincuente o un cómplice del narcotráfico.
Una de las materias que quizá más ha llamado la atención del Informe, es nuestra afirmación que la despenalización de la tenencia de drogas para el consumo personal debe ser considerada en la base de cualquier estrategia de salud pública. Un adicto es un enfermo crónico que no debe ser castigado por su adicción, sino que tiene derecho a tratamiento médico adecuado.
Las medidas restrictivas de libertad son antagónicas de este enfoque y sólo deberían usarse cuando esté en riesgo la vida del adicto o cuando su conducta constituya un riesgo para la sociedad. Si el adicto o el consumidor de drogas es considerado una persona enferma, debería tener los mismos derechos de protección ante la ley que establece el Artículo 7 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el derecho a no ser discriminado que se establece en ese mismo Artículo.
En la actualidad todavía muchos países de las Américas penalizan la tenencia de sustancias aun cuando estas sean para el consumo personal. En estos países es posible encontrar en las cárceles, en consecuencia, a consumidores de drogas por el sólo hecho de haberlas tenido para su consumo, aun cuando en esos mismos países el problema de drogas es oficialmente considerado un “problema de salud”. Aún más, las limitaciones con que se trata la despenalización de la tenencia para uso personal en los países en que ello ha ocurrido, lleva a que muchos consumidores terminen igualmente encarcelados sólo por haber superado eventualmente el límite de posesión de sustancias que la ley acepta.
Naturalmente somos conscientes que intervenir frontalmente en este tema, despenalizando la tenencia de sustancias cuya producción, tráfico y venta están por otra parte prohibidos legalmente, es una materia que lleva tiempo y trabajo. Por lo mismo recomendamos en el mismo Informe que si no es posible pasar de la noche a la mañana a un cambio radical con relación al trato de consumidores y adictos, al menos debería comenzarse con métodos transicionales, como las cortes de drogas, la reducción sustantiva de penas y la rehabilitación.
Estimadas amigas y amigos
El principal mensaje de nuestro Informe, es que para enfrentar el problema de las drogas de una manera eficaz se requiere de un enfoque múltiple, de una gran flexibilidad, de comprensión por realidades diferentes y del convencimiento de que, para ser exitosos, se debe mantener la unidad de nuestros países admitiendo la diversidad de sus situaciones particulares.
Una mayor flexibilidad podría llevar a aceptar transformaciones en las legislaciones nacionales o de impulsar cambios en la legislación internacional. No obstante, no olvidemos que, a pesar de su orientación extremamente prohibicionista, las Convenciones de Naciones Unidas no hacen alusión alguna al uso o consumo privado de droga. En el terreno de las legislaciones nacionales corresponde evaluar los signos y tendencias existentes, que se inclinan a que la producción, venta y consumo de la marihuana puedan ser despenalizados o legalizados. No parece haber apoyo significativo, en ningún país, para la despenalización o legalización del tráfico de las drogas ilegales más dañinas.
En el plano de las convenciones de las Naciones Unidas, las transformaciones surgirán de la posibilidad que el actual sistema de control de estupefacientes y sustancias psicotrópicas se flexibilice y permita que los países exploren colectivamente opciones en materia de política sobre drogas, que tengan en consideración necesidades, conductas y tradiciones particulares de cada uno de ellos.
Muchas gracias a todos por su atención y quedo atento al diálogo y a la opinión de ustedes.