Muy buenos días señor Rector, Señores Miembros del Consejo Directivo de la Universidad. Hay muchas personas a las cuales quisiera saludar, aunque me voy a alcanzar a referir sólo a los más antiguos amigos que están acá. Como Roberto Fantuzzi con quien fuimos al colegio, a pesar de que el iba un año más abajo que yo. A Juan Pablo Letelier a quien conozco también desde hace años; incluso creo que lo recuerdo cuando vivía en Washington con su padre y era un niño pequeño. Por cierto, a Germán Correa y Regina Clarck, compañeros de muchas tareas y Marcelo García que me ayudó en muchas oportunidades.
Quiero agradecerle, señor Rector, su recuerdo de las cosas que me atan a esta Universidad. Una de ellas es haber enseñado aquí. Pero también quiero recordar que mi hija hizo sus estudios de arquitectura en esta Universidad. Ciertamente tengo mucho que agradecer a la Universidad Central de Chile.
Agradezco también el honor de participar en la inauguración del año académico y de haber aprendido algo respecto del debate actual sobre las universidades. Yo creo que ciertamente usted ha tocado algunos puntos importantes, como la diferencia entre universidad estatal y universidad pública. Universidad pública es un concepto mucho más amplio que universidad estatal. Se refiere a servir a la comunidad sin esperar lucrar de ella. Un concepto fundamental si hemos de expandir la actividad universitaria en este país.
Creo muy importante también la descripción que usted ha hecho de los grandes temas del debate. Me parece que refleja correctamente las inquietudes y necesidades de la comunidad universitaria chilena, que están muy en el centro de las preocupaciones de todos en este país.
Pero no voy a hablar de temas que no conozco en profundidad pues he sido invitado a hablar sobre la democracia en América Latina y es lo que voy a hacer. Lo primero que debo decir, y con ello probablemente contradiga lo que dice alguna prensa, es que la democracia goza, en general, de buena salud en nuestro continente. Desde luego tiene muchos defectos y enfrenta también importante desafíos, a los cuales también espero referirme. Esa condición democrática se experimenta sólo desde hace tres décadas. Es la primera vez en nuestra historia que todos los Estados que son miembros activos de la OEA, los 34, tienen gobiernos democráticamente electos por sus ciudadanos y la renovación de autoridades se ha practicado ya muchas veces sin interrupciones ni alteraciones.
La OEA observa las elecciones en casi todos los países de la región latinoamericana. Yo quiero decirles que nuestras misiones electorales, que gozan de un gran prestigio, no han presenciado, en ninguna de las elecciones que han observado, motivos suficientes para decir que la elección no eligió a quien debía elegir. Tenemos buenos sistemas electorales. Son sistemas electorales en los cuales la gente participa, con grados de transparencia y de secreto del voto que son suficientes y en los cuales se eligen las autoridades que son las que realmente obtienen la mayor cantidad de votos de las personas.
Es cierto, también, que ha habido situaciones críticas en países de nuestra región. Por lo menos en uno de ellas la OEA determinó que la forma en que había sido depuesto su Presidente era un golpe de estado, me refiero a Honduras en el año 2009. En ese caso todos concordamos en que había habido una interrupción de la democracia y se aplicaron las decisiones y sanciones colectivas que correspondían de acuerdo a nuestra Carta Democrática Interamericana. Pero una vez en los últimos ocho años, que es el período durante el cual yo he sido Secretario General, es muy poco comparado con otros momentos muy tristes de nuestra historia común, en los que la cantidad de dictaduras llegó a ser mayor que el de las democracias.
Hoy todos los que se sientan en el Consejo Permanente de la OEA son representantes de gobiernos legítimamente constituidos. Que fueron elegidos bajo observación nuestra en elecciones democráticas y por lo tanto representan a sus pueblos en el ámbito multilateral. Tema que también es importante recordar, porque existe un debate acerca de si la OEA debería ser de los pueblos o de los gobiernos. En mi concepto de la democracia representativa, del gobierno elegido democráticamente, es ése gobierno el que representa a su pueblo en los organismos internacionales. Tengo que agregar que la propia OEA ha desarrollado mecanismos para escuchar directamente a las organizaciones de la sociedad civil. Todos los años tenemos un diálogo con la sociedad civil al cual asisten no menos de 500 organizaciones, que se movilizan para participar en ese diálogo y que se discuten los temas más variados con gran vehemencia y con la participación más amplia que pueda haber. Pero la OEA se llama Organización de los Estados Americanos y, a la hora de tomar resoluciones, ellas son tomadas por los Estados Americanos representados por los gobiernos que los pueblos eligieron.
Existen situaciones críticas como la que vive Venezuela, y no quiero dejar de referirme a ella por que no me parecería justo. Se trata de una situación que pone a prueba la democracia en nuestra región. La pone a prueba tanto en el ámbito interno de ese país hermano como de la acción colectiva de las otras democracias de nuestra región.
Durante los últimos días he repetido muchas veces, y también lo he escrito -he sido el primero en escribirlo- que la única solución para la situación actual de Venezuela es el diálogo entre todas las fuerzas que hoy día se enfrentan en ese país. Cualquier otra solución es inviable y sólo puede llevar a una agudización de la violencia que hoy se vive allí. He insistido también que, para que ese diálogo sea fructífero, tiene que ser realista y hacerse cargo de todos los problemas y no sólo de los problemas que cada parte ve o quiere ver. Tiene que hacerse cargo de los niveles de violencia a que ha llegado la confrontación y reducirlos por la vía de compromisos entre ambas partes. Tiene que hacerse cargo de la violación de los derechos humanos que se han producido. Tiene que hacerse cargo necesariamente de los problemas económicos, que son serios, de los altos índices de delitos y de otras situaciones que hoy afligen a los venezolanos y que sólo van a encontrar solución por la vía de un diálogo efectivo y de compromisos realistas que comprometan a ambas partes. No tengo dudas que la posibilidad de que ese diálogo se materialice es lo que pone a prueba la madurez de la democracia venezolana.
Pero la situación venezolana también pone a prueba la capacidad democrática colectiva de nuestros países. Yo quiero destacar aquí que, a pesar de las críticas que se han escuchado en sentido contrario, ni la OEA ni otros organismos subregionales como la UNASUR, ni la inmensa mayoría de los gobiernos que ahí están representados -y quiero insistir en esto porque mucha gente hace diferencia entre los gobiernos y la organización en que están representados- ha caído en el error de pretender una intervención en los problemas de ese país. También he repetido muchas veces que la época de las intervenciones quedó atrás y que para ayudar a solucionar los problemas de un país, ningún otro país o agrupación de países debe intervenir en él, sino que ayudarlo a propiciar el diálogo e incluso, si son llamados a ello, facilitarlo o servir de mediadores. Pero en ningún caso intervenir, en el sentido que ocurrió en tristes momentos de nuestro pasado reciente.
Debo aclarar qué quiero decir con intervención, porque la palabra muchas veces se entiende de manera diferente en distintas regiones o países, de acuerdo a su propia experiencia. En nuestra América Latina la intervención tuvo lugar de manera encubierta, en muchas ocasiones; en Guatemala en 1954, en República Dominicana en 1966, en Chile en 1973, por recordar solo las más recientes, que todo el mundo reconoce. Nosotros rechazamos las prácticas de intromisión/intervención indebida en los asuntos internos de otros estados, sobretodo cuando se trata de atacar a gobiernos legítimamente elegidos.
Por cierto, un escenario completamente distinto se da cuando en un país se destruye, o se amenaza destruir por la fuerza el sistema democrático. La acción colectiva frente a estos hechos fue establecida por primera vez en la Asamblea General de la OEA de Santiago de Chile en 1991, cuando nuestro país recién recuperaba su democracia y fue consagrada de manera definitiva, como política común de las Américas, en la Carta Democrática Interamericana en Septiembre de 2001. Desde entonces se ha aplicado en algunas ocasiones. En siete ocasiones desde que yo estoy en la OEA. Varias veces por petición de gobiernos que creyeron que existía una amenaza a la democracia en la región y solo en un caso, el ya mencionado de Honduras, para actuar ante una ruptura de la democracia. Pero la aplicación, que debe ser muy cuidadosa dada nuestra historia, sólo corresponde cuando la abrumadora mayoría de nuestros países miembros determina que dicha ruptura se ha producido.
Eso no ha ocurrido en el caso de Venezuela. Y por más críticas que reciba, la OEA no podría actuar y no actuará si nuestros Países Miembros no deciden poner en marcha los mecanismos de la Carta Democrática, algo que ninguno ha pedido en estas circunstancias. Porque lo que hubo hace pocos días atrás fue el pedido de una reunión especial para discutir el tema. No una petición de aplicación de la Carta Democrática Interamericana.
Esto no significa que debamos permanecer inactivos y que no nos preocupemos de lo que ocurre en un país hermano. Al contrario, lo que corresponde, y lo que hemos hecho de manera enérgica, es promover una solución de los problemas por la vía del diálogo democrático entre venezolanos. Se habla hoy de una mediación en Venezuela a cargo de la UNASUR. Nosotros apoyamos plenamente esos esfuerzos. Yo dije en su momento y creo haber sido el primero en decirlo, que si no era posible alcanzar, directamente o a través de mediadores internos, la confianza mínima para un necesario diálogo, siempre podía recurrirse a la ayuda de la comunidad internacional. Por eso espero muy sinceramente que la mediación de un grupo de Cancilleres de la UNASUR permita acercar a las partes, sin excluir a ninguno de los que deben participar en ese diálogo.
Señalaba al comienzo que nunca hemos tenido tanta democracia como hoy en América Latina. Pero, ¿significa esto que la democracia se haya fortalecido en nuestra región, significa acaso que ya no tenemos problemas? Por cierto que no, junto con la estabilidad democrática que ha comenzado a caracterizar a nuestra región y quizá debido justamente a ella, se han ido detectando problemas de los que antes no nos dábamos cuenta o que se han agudizado dramáticamente durante los últimos años. Entre ellos sin duda hay algunos más acuciantes, como la desigualdad, la exclusión social, la inseguridad pública y el deterioro ambiental, que hace mucho dejaron de ser amenazas para convertirse en dramáticas realidades.
La gran pregunta entonces es si la democracia que hemos alcanzado, particularmente la democracia que tenemos hoy en América Latina y el Caribe, alcanza para ayudarnos a superar esos problemas. Ciertamente no es así, no creo que la cantidad de democracia que hoy día tenemos sea suficiente para solucionar nuestros problemas, porque la calidad de esa democracia es todavía insuficiente. Tanto o más importante que la cantidad de democracia en las muchas elecciones que tenemos, es la forma en que se utiliza la democracia. Y en este terreno, el terreno de la gobernabilidad, todavía tenemos mucho que avanzar en nuestra región para responder a nuestras urgentes necesidades.
Además, la exigencia democrática es hoy mucho mayor que lo que era hace apenas un siglo atrás. La democracia empieza con el derecho a sufragio, el derecho a elegir y ser elegido. Y eso no puede ser ni siquiera condicionado o relativizado. La democracia es con elecciones. Es con elecciones libres, limpias, secretas, justas y participativas. Y con derecho a elegir y ser elegido. Pero no se detiene ahí. Todos tenemos claro hoy que una democracia no se construye exclusivamente con el ejercicio del voto. Que las elecciones libres y participativas son un componente fundamental pero no suficiente. En una democracia política debe ejercerse la ciudadanía política. Esta es el pleno ejercicio de los derechos que la ciudadanía les confiere a todos los hombres y mujeres que habitan un país democrático. Ser ciudadano ya no significa solamente elegir gobernantes y gozar de su protección. Significa también tener derechos humanos, que el Estado se obliga a respetar y hacer respetar: el derecho a la vida, a la libertad, a la seguridad, la libertad de expresión, de reunión, de asociación. Y junto a ellos otros derechos civiles: el derecho a conocer, debatir y participar de las decisiones de la autoridad. Esos son hoy también derechos inherentes a la democracia. Eso es lo que llamamos la democracia civil, los derechos de que goza el ciudadano en la democracia.
Rousseau y otros definían el pacto social como la entrega de determinados derechos al soberano a cambio de la protección. Hoy día los ciudadanos, las personas que habitan nuestros países, no quieren solamente ser protegidos por el Estado. Quieren que se les reconozcan sus derechos. No están dispuestos a cambiar derechos por protección, sino que están dispuestos a conceder legitimidad a cambio de ciudadanía. Y eso es un desafío enorme.
A la democracia política y civil se agrega además una dimensión social. La democracia es completa sólo cuando es capaz de entregar resultados a sus ciudadanos, asegurando oportunidades de desarrollo para todos y todas.
De ahí, en mi opinión, el reclamo ciudadano que podemos apreciar en las calles de buena parte de los países de nuestro continente. Los ciudadanos de nuestra región, y esto lo demuestran las encuestas, creen cada vez más en la democracia, pero al mismo tiempo entienden que ella tiene que expresarse en resultados tangibles en su vida cotidiana. La democracia no es sólo un asunto de principios. Hacemos democracia, hacemos política, de acuerdo a nuestros principios, pero también exigimos resultados. Y esa exigencia se hace cada vez mayor. Si el estado democrático no entrega por igual, a todos, los beneficios del progreso, el resentimiento es inevitable y también se convierte en un caldo de cultivo para la inestabilidad de nuestra democracia, porque la sociedad en su conjunto –o grupos que se sientan particularmente rezagados- seguirán utilizando todos los medios, que la democracia les franquea y les respeta, para manifestar su insatisfacción.
Nuestros gobernantes están aprendiendo con estas experiencias que, para hacer un buen gobierno, no basta con sentir y comportarse como un demócrata o alcanzar altos niveles de crecimiento. El verdadero desafío es mantener la estabilidad de la democracia y lograr el crecimiento económico proveyendo al mismo tiempo a los ciudadanos de todos aquellos beneficios y soluciones a sus problemas que una democracia cabal y una economía próspera les prometen.
La no atención de esas necesidades será siempre un factor de desestabilización y de violencia latente. Pero debo insistir ahora que esa no es la única razón ni la principal por la cual se deben generar oportunidades de crecimiento y desarrollo. Es también una obligación moral de nuestras instituciones y un compromiso de los gobernantes mediante el nuevo contrato social que acuerdan con la población que los elige.
Estos derechos, por otra parte, se hacen visibles cuando la ciudadanía los demanda. Por ello es fundamental que una democracia robusta asegure canales de participación tanto de la sociedad civil organizada como del ciudadano en particular. Estos espacios lejos de convertirse en competencia o amenaza, fortalecen nuestros sistemas representativos, porque ofrecen canales de diálogo directo que pueden generar espacios de negociación con la ciudadanía. La generación de esos espacios es el mejor camino para evitar la posibilidad de tensiones y violencia.
Al hablar de democracia debe considerarse que una democracia informada, activamente involucrada, exigiendo el respeto de sus propios derechos y de los derechos de otros, es el complemento de nuestros sistemas formales de democracia representativa y no antagónica con ella.
Para lograr esa complementariedad, sin embargo, existen algunos problemas, porque esa plenitud de la democracia que va más allá del exclusivo ejercicio periódico del voto, requiere gobiernos eficaces, gobiernos que respondan a la demanda. Para ser eficaz en su cometido, un gobierno electo democráticamente debe tener el poder y las condiciones de regir de manera efectiva en su país. Esto dice relación con el estado de derecho, con el fortalecimiento de las instituciones políticas y los sistemas de representación y, particularmente, con la existencia de instituciones públicas permanentes que sean plenamente respetadas. La democracia no es un asunto de personas, es un asunto de instituciones. No es un asunto de individuos, es un asunto de colectivos. Y esos colectivos, cuando gobiernan un país, deben ser o tienen que aspirar a ser respetados por todos los ciudadanos de los cuales son mandantes. Una cosa que ocurre mucho en América Latina es que se habla más de gobernantes que de representantes, más de autoridades que de personas que representan a los ciudadanos. Yo recuerdo que, cuando era bastante joven, estaba en un país de Europa en el que se produjo un problema. Entonces la persona con la que yo me encontraba tomó el teléfono y dijo “voy a llamar al diputado”. Yo le dije “pero es domingo y son las 6 de la tarde”. “Yo lo elegí”, me dijo él. “Yo lo llamo porque lo necesito y lo elegí”. Y el diputado le contestó el teléfono. Eso ocurría en Holanda, que es uno de los países que uno admira mucho por la práctica efectiva, cotidiana, de la democracia.
Porque, más que un sistema de gobierno, la democracia es un estilo de vida basado en una cultura de instituciones, valores y prácticas. Una cultura de la que hacen parte la justicia, la libertad, la tolerancia, el pluralismo, el compartir del poder, la probidad, la participación, la rendición y petición de cuentas, la transparencia, la solidaridad, la competencia leal, la confianza mutua, el respeto por los derechos ajenos, el respeto por las leyes y reglas de juego, el diálogo político, la negociación, la construcción de consenso, y la solución pacífica y cívica de conflictos políticos.
Definida así la democracia, quisiera referirme brevemente a los tres principales desafíos estructurales que enfrentan hoy nuestras democracias. Su superación me parece esencial, no solamente porque sean temas importantes, de aquellos que la ciudadanía demanda que se cumplan o que se resuelvan, sino también porque, en un extremo, la presencia de estos fenómenos afecta la idea misma de democracia.
En primer lugar, una sociedad democrática no es compatible con la subsistencia de niveles extremos de desigualdad. Como decía un conocido politólogo, fallecido hace pocos años, no es compatible la democracia con la existencia de castas en la sociedad. Allí donde la gente nace, vive y muere en la misma condición social sin posibilidad de moverse en ella. En la democracia, no puede ser la condición social, económica o social en la que se nace la que determina la calidad de vida y la educación, la salud, la vivienda y la seguridad pública a la que se puede tener acceso. La distribución desigual del ingreso en América Latina no tiene parangón en ninguna otra región del mundo. Alguna vez lo dijo Fernando Henrique Cardoso: esta no es la región más pobre del mundo, pero es la más injusta. Y esta injusticia no es sólo económica. Porque también hay injusticia en el acceso a la educación. Es injusta una situación en la que los que tuvieron la oportunidad de ir a colegios privados van a universidades públicas y los que no tuvieron esa oportunidad y fueron a los liceos municipales tienen que optar por universidades privadas y algunas de alto costo. Todo esto configura modos de vida distintos y calidades de vida demasiado distintas para ser compatible con la idea democrática.
En segundo lugar, una sociedad democrática no es compatible con la existencia de grupos que rechazan las normas de la sociedad civil y viven al margen de ella. Las expresiones criminales que existen en nuestro hemisferio, ligadas al crimen organizado, al narcotráfico, al tráfico de personas, configuran -mucho mas fuertemente en algunos de nuestros países- formas paralelas de vida, con sus propias reglas y organizaciones que no son compatibles con nuestra idea, con nuestro principio democrático.
Finalmente una sociedad democrática, no puede existir sin consensos y confianzas esenciales acerca de la forma de gobernar, elegir y transmitir el poder político. La existencia y el respeto pleno de las mayorías y minorías son fundamentales. Y junto con ellas, la posibilidad de alternancia en el poder, la plena libertad de expresión, la separación de poderes, la independencia del poder judicial, la transparencia en el ejercicio de la gestión pública. Y una explicación aparte merece la no alteración repentina de las reglas para generar el poder, que crea desconfianza entre los que no lo tienen. Y, sobre todo, lo que es aún más peligroso, que puede crear, entre quienes no tienen el poder, el temor de que no lo van a alcanzar nunca por una vía democrática, porque siempre se encontrará con algún cambio institucional de última que los privará de él.
Todas las cosas que yo he dicho aquí están presentes en la Carta Democrática Interamericana, aunque es posible que la misma Carta no tenga todos los instrumentos para aplicarlas. Muchas veces yo escucho que me dicen “aplíquele a éste o a aquel la Carta Democrática Interamericana”, pero yo no tengo el poder para aplicarle los principios a nadie. Lo que sí podemos hacer es advertir, vigilar, proponer.
Las organizaciones internacionales, a algunas de las cuales yo pertenezco, no son supranacionales. No existe en el mundo la supranacionalidad, salvo casos muy especiales. Lo que existen son organismos multilaterales. Son organizaciones de países, pero son los países deciden sobre sus temas internos.
Por lo tanto, la mayor parte de los principios democráticos pueden ser proclamados por la sociedad internacional, pero respetarlos y llevarlos a la práctica debe ser producto del esfuerzo, del trabajo, de la dedicación, de la cultura y, finalmente, de la disposición de los países. En definitiva, cada país y cada pueblo debe ser capaz de construir, mejorar y defender por sí mismo su propia democracia.
Muchas gracias.